viernes, 24 de agosto de 2012

X


Aquel mundo chiquito
de la infancia,
sin límites, ¡inédito!
Enorme a la distancia.

Vuelvo por su abundancia,
por su valor de rondas,
por sus agobios
de siestear forzoso,
por unas manos, vuelvo,
que me peinan
dos trenzas como alambres,
regreso por un moño almidonado,
por unos zapatitos colegiales
y en un par de poesías a la Patria.

Trastabillo en los tacos
de mi madre,
robándole carmín a los malvones
que afinan en mis manos
envidiada elegancia.

Hay un perfil
de fiesta campesina
en un marzo
dorado en los duraznos,
y en la vendimia urgente
que agoniza.

Vuelvo a las escondidas
en el patio emparrado
de la abuela,
a tirarle en un salto
el piedralibre
a la boca sedienta del aljibe,
y salgo a las veredas
en patota
a estrenar delincuencias inocentes
golpeando puertas
a decididas horas
de molestar vecinos.

Vuelve a asustarme
la primera envidia,
leyendo de puntitas
los góticos renglones
de aquel Cuadro de Honores.

Y en un enero
de sol apasionado
mi cuerpo niño
lo refresca un río
que es el sudor
de mis montañas.
Elas,
las majestuosas sombras férreas
imperturbables horizontes
de los viñedos alineados,
de los perturbadores duraznales
y ciruelos.

Vuelvo hacia este paisaje,
y mi mano se deja
entre los grandes dedos
de mi padre,
y me vuelve su olor,
su vuelta del trabajo
con aroma salado del esfuerzo
mezclado con gomina
y con tabaco.
Y en un regreso a fondo
de melancolizado atardecer,
me voy en el regazo
de la abuela,
hacia un pueblo campestre
de su España,
y no entiendo su pena
ni sus lágrimas,
ni que le duela el tiempo
ya pasado,
ni el relámpago herido
de sus ojos
cruzando lo que fuera
aquel mundo chiquito,
el mundo chiquitito
de su infancia.

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