jueves, 27 de septiembre de 2012

EL ACCIDENTE - Cuento de ciencia-real

se lo dedico a Oscar, marido de la "envidriada", 
por enfrentar este vía crucis con decisión y amor.
María Delia Matute


La congelada sabiduría de mi diccionario dice que un "suceso imprevisto, generalmente desgraciado, que altera la marcha norma de las cosas" se llama ACCIDENTE.
Pongámosle ese nombre, entonces, al relato y mantengamos la atención desafiante y kafkiana. Lo merece. 

Fue el 28 de noviembre de 1992 en un cumpleaños infantil. Estaban los niños, dos abuelas y una tía. La mamá de la cumpleañera cocinaba. Una pizza fue para los niños, la otra para los "grandes".

El "accidente" entró con el primer mordisco y gambeteó a los dientes, engañó a la lengua y aceleró su firaje perpendicular en la tragada. 
La tía Lili pareció ahogarse y quedó suspendida con las manos en algo y un gesto de dolor intenso, indudable. 
No estaba ahogada, escupió sangre, recuperó una voz entre doblegada y vidriosa (adjetivo comprobable texto y días más tarde) para asegurar que se había tragado "algo" y, dueña de un sostenido control, más admirable que comprensible, decidió seguir en el festejo y contemporizar amablemente las consideraciones desconcertadas, y desconcertantes, sobre el "accidente". Soportó respetuosamente el martirio de la clavija que le perdonó la vida, tal vez por esto justamente, ...hasta que no pudo más. 

Dos horas después del accidente la confiabilidad de la medicina privada dio una respuesta aceptable y acertadas:  -Aquí no podemos hacer nada- le dijeron en el ITOIS, -no hay endoscopista, no hay endoscopio. -Vaya al Hospital Muñiz-.
Y allí llegó, ya convertida oficialmente en la paciente Liliana Flores.
El cuello engarrotado, escupiendo la saliva que no podía tragar, tensa, enmudecida, con una esperanza de apuro puesta en ese hospital público que atiende, fundamentalmente, sidosos e infectados.

La endoscopía no mostró al "objeto extraño". Un coágulo se desprendió de la sombría llaga esofágica. La inflamación extrema demoraba diagnóstico y alivio. 
A 86 horas del "accidente" regresó al Muñiz. Dieta líquida y reposo no aliviaron ni el cuerpo ni la convicción de la paciente. Su dedo señalaba un lugar exacto en el lado izquierdo de su cuello, -"aquí tengo algo clavado"-. La segunda endoscopía no mostraba nada pero la radiografía le dio la razón al dedo. Un "objeto extraño" sonreía desde su posición privilegiada, a medio camino de la tráquea, del paquete ganglionar y de los vasos sanguíneos. 
Los médicos del Muñiz se mostraron cautelosos, criteriosos y decididos. Urgía trasladar a la paciente a un lugar de menos riesgo de infección y operar.

A las 88 horas de tragarse al "intruso", en la paquetísima y privada clínica "Esperanza", comprobó, conmovida, que si la inteligencia humana es limitada la estupidez no tiene límites, ni la desvergüenza fronteras: un técnico amable y apresurado le hizo radiografías de frente y espalda (que abonará la Obra Social) y le aclaró que, tal vez,  parte del "objeto extraño" había migrado a un pulmón!!
La tía, ya convertida en paciente, recordó que en su salud es fonoaudióloga y no se detuvo a mandar al carajo al técnico porque era mejor mandar ahí mismo a la clínica entera. 

Habían transcurrido 92 horas desde el "accidente" cuando entró a terapia intensiva del Hospital Francés. 
Una vez más la esperanza de desvincularse de su huésped renacía. Estaba en un grandioso y afamado hospital privado.

A poco de internarse la atendió un médico de apellido japonés, con rasgos al tono, y dio por sentado que estaba en manos de la milenaria sabiduría oriental... no volvió a verlo... y él a ella tampoco. 
Pasó internada, entre terapia intensiva y sala, cinco días y medio sin que volviera a verla un médico del hospital.

Sin atención médica, sin poder comer, con una flebitis, porque sus venas habían tomado la delantera en materia de reacción, se fue del célebre Hospital Francés hacia las viejas y públicas camas del Hospital de Clínicas.
A esta altura ya competía en un certamen de resistencia vital y a la tribuna que la alentaba, familia y amigos, se sumó el equipo profesional de la Sala 3 de garganta y la impavidez admirada de los estudiantes de la materia.
Las tomografías computadas, precisas e inmediatas, mostraron un desconocido y alarmante "objeto extraño" acorralado para siempre, gracias a la premura con que un músculo lo recibió, luego de que atravesó la pared del esófago, abandonándolo, igual que a la paciente los médicos del Hospital Francés. 

Ya en diciembre, el jueves 10, en el quirófano del Hospital de Clínicas, los médicos de la salud pública acorralaron al objeto atrincherado durante 279 horas, lo alcanzaron, agujero en el cuello y lograron vencer toda resistencia. 
La paciente pasó a ser la operada Liliana Flores y el objeto extraño un trozo de vidrio templado, desprendido en anterior accidente de vaya a saber dónde en dirección a la masa de la prepizza de "Ecomax", prestigioso, confiable y popular supermercado de Avellaneda.
El vidrio del escándalo pasó de mano en mano, alojado en la gasa que reemplazó al confortable músculo, y quienes pudimos ver de cerca a esa medialuna siniestra, afilada y de doble punta, hemos empezado a considerar la existencia de los milagros.

La operada, con optimismo a prueba de medicina privada y de vidrios panificados, cree poder recrear la normalidad alterada. Eso sí, sabe que hay un antes y un después del "accidente".
Enchalinada de gasa blanca, con un tubito-drenaje saliendo de su cuello, otro tubito-alimentador colgando de su nariz y 5 kilos menos regresó a su rol de mamá el 13 de diciembre.
Se está recuperando. A quienes quieran agradecer a Dios se les ruega también hacerse tiempo para agradecerle que no todos los hospitales se hayan privatizado en este país afectado de tal síndrome.

El "accidente" nos ha planteado interrogantes y terrores, y mostrado el norte de nuestra incertidumbre.
¿Cuál fue el "accidente" principal y cuáles los secundarios?
Podemos vivir sobresaltados como si, acechando entre bambalinas ciudadanas, nos apuntara algún revolver de conspiración en crecimiento horizontal  Sobrevivimos resistiendo, pero ¿tener que sospechar del apasionado e inocente rubor de una pizza?...
La normalidad que destruyó este accidente es la de la vida cotidiana de la tía-señora-paciente-profesional-operada-mamá Liliana. Pero no logró destruir la normalidad laboral de la panadería, ni la inercia, indiferencia, inoperancia, ineficacia e inutilidad de los centros médicos donde se trabaja por el interés-ganancia. Ni siquiera logró romper con la normalidad del trabajar bien en el público Hospital de Clínicas, a pesar de todo. A pesar del intento bastante exitoso en el país de convertir en retazos la dignidad humana.

Y así estamos, pensando que algo debiéramos hacer para que no crean que sólo somos los que comen vidrio. 

sábado, 22 de septiembre de 2012

¿Por qué?

"La muerte es un acto absurdo, brutal del destino (,,,) del cual no es posible culpar a nadie (...) sino solo bajar la cabeza y recibir el golpe como los seres pobres, desamparados que somos, librados al juego de la fuerza mayor..." (Sigmund Freud)

viernes, 21 de septiembre de 2012

PARTE DE AUSENCIA

María Delia Matute escribió este texto a modo de catársis dolorosa... violenta. Decía que no podía parar y que no podía escribir sobre este tema de otra manera que no fuera en rima, que eso le daba una distancia que la protegía. "Parte de Ausencia"  fue para ella un alarido sanador. 



PARTE DE AUSENCIA

Hago en rigor la diferencia:
mientras cualquier Parte de Guerra
espera ser bien recibido,
este Parte de Ausencia
tiene por esperanza
impedir el olvido.


MARÍA DELIA MATUTE
1985



I.                    SECUESTRO

La sombra de una sorda altanería
cruzó mi habitación, cayó a mi lecho
y mi conciente sueño, vulnerado,
se volvió para siempre pesadilla.

En un golpe de sombras van mis ojos,
en un golpe de manos va mi pecho
y en lo mismo mis huesos, que no han hecho
ni ruido, cayendo contrahechos.

¿Adónde voy en estas condiciones?
si es que voy a algún lado y no es que sueño,
sé quién me arranca de ser mi propio dueño,
quién invadió mi vida y las razones.

Una jauría humana me empuja y acomete,
y me empuja contra otra que es mecánica,
un desquicio me fuerza, me somete
y estanca en la tranca metálica.

Suena el motor y suenan las pisadas,
suena una pirotecnia de impaciencia,
sobre mi bulto llueven las pedradas
de unas suelas que oprimen mi existencia.

Va la velocidad, y yo con ella,
pero yo no me voy, sólo me llevan.
Todo lo dejo atrás menos la huella.
Todo me da en doler, todo me apena.

¿Dónde está mi sudor que no me moja?
¿Dónde está mi saliva y mis latidos?
Mi aliento contra el piso se deshoja
como un otoño seco y sometido.

Me quiero defender, alzar el pecho
y la herradura aprieta y me sofoca,
la mordaza devuelve un eco estrecho
apretando rugidos de mi boca.

Tanta afrenta agudiza mis sentidos,
concentro mi atención en lo que siento.
Voy armando un reloj con los sonidos,
un tic tac de intuición y sufrimiento.

Alejaron, las ruedas que me roban,
la tierra revocada y su contorno.
Fuera de la ciudad siento me llevan,
quedo sin procedencia y sin entorno.


II.  CÁRCEL – Llegada

La eléctrica matriz cesa sus tumbos
y en concordancia de manos y portazos
voy de la estancia inmóvil a otro rumbo,
ando entre los insultos y los golpazos.

Me arrojan a un eclipse sin sosiego,
a una beca insaciable que devora,
doy contra este cemento, mudo y cierto,
y soy sólo una ausencia en esta hora.

Mis ojos dan sin luz contra una tela
que aprieta más mi vida que mis ojos,
un gran presentimiento soy que hiela
mi posible vivir y mis despojos.


III. CALABOZO – Primer momento – Desorientación

Ni estoy solo, ni estoy en compañía
no registro la vida ni la muerte,
ni si aún es de noche o es de día,
todo mi alrededor es sombra inerte.

Soy una posición sin horizonte,
soy un alejamiento sin certeza,
un desaliento soy sin que me conste,
una breve rotura que progresa.


                        Segundo momento – Reconocimiento

Siento a mi alrededor otras ausencias:
un cultivo de carnes mutiladas,
un injerto de infierno a la inocencia,
un sagrario de estrellas violentadas.

Amparado en mi ruina y en mi nada,
contenido en miedo todavía
me da en la frente una certeza clara:
no estoy yo solo, tengo compañía.

Me alejo de mí mismo, me distancio,
y me ordeno hacia adentro,
administro el valor, mi tolerancia,
a pesar de mi estado me concentro.

Avergonzando voy mi cuerpo inmóvil
lenta, muy lentamente lo incorporo,
apenas corro la capucha indócil:
vengo a dolor así por cada poro.

Me está rodeando toda la tristeza,
arqueados mis hermanos por el hierro,
rotos están, quebrados y escupidos,
son cristales trizados con dureza.

Ellos y yo puestos a fuego lento,
puestos rabiosamente en el incendio
de esta hoguera de sombra y de cemento,
combustión del horror y del desprecio.

Este es mi calabozo innumerado,
mi asiento, tierra y lecho,
estos mis compañeros y familia,
para todos el cielo es este techo.

Esta humedad que huele a sangre
es nuestro oxígeno y nuestro aire,
y nuestro ombligo, seco por el hambre,
se saciará en mirarnos y dolernos.

No hay mucho más que ver, todo lo he visto:
las laboriosas manos mutiladas,
los transparentes ojos desprovistos,
las honrosas arterias y venas desangradas.

Me endurezco, me sobra lo que soy y lo que he sido.
Endurecidamente alzo desde el horror mi ideología,
a este cáliz siniestro opondré estremecido
cuanto aprendí: solidez, ternura y sangre fría.

Después de sopesar toda la saña,
disculpando mi miedo, mi impotencia,
ya mi razonamiento no se extraña
de este despliegue de odio y de violencia.

Ya me estoy recobrando, conociendo
que en juego este final había apostado,
sepan: de lo que soy no me arrepiento,
cuanto peleo merece ser peleado.

Cumple bien la capucha su destino
de ocultarle mi rostro a los bandidos,
sólo alumbran mis ojos un camino:
de unión y lucha de los sometidos.

Convicción y objetivo de existencia
mi fuerza desatada, poca o mucha,
contra el sistema injusto y su estrategia.
Al servicio del Pueblo yo y mi lucha.

Latinoamericana convicción
que a tantos padres debo como herencia,
llamando a nuestros pueblos a la unión
contra el imperialismo y sus agencias.

Si revolucionariamente voy
hacia un común destino libertario,
sirviéndole a mi Patria soy y doy
un sentido futuro a este calvario.


IV.              TIEMPO Y CAUTIVERIOS COMPARTIDOS

Al calor de los soles fraternales
que de mis compañeros son sus ojos,
se me olvidan tinieblas abismales
y se me olvida el frío calabozo.

Si bien en esta celda estoy tirado
tengo consuelo franco en sus miradas,
puedo, en tanto, sentirme enamorado
de esta suerte final de la celada.

La dilatada sombra carcelaria
es un presagiamiento de quebrantos,
una señal es, diaria y rutinaria,
de dolores terribles y de espanto.

Una faja de fe nos une y ata,
la misma nos alienta y nos anima;
no triunfará este hierro que nos mata,
sí triunfará este amor que nos domina.

En esta celda somos los que somos,
por no haber visitantes ni el porvenir asoma.
Un yacimiento de penas en los hombros
y orfandad en las manos amorosas.

Somos los que vinimos y se fueron,
somos los que vendrán y nos iremos,
bajo una misma sombra nos trajeron,
sobre una misma luz retornaremos.

Por mi hermano me veo en agonía,
por mi rabia y mi voz clama mi hermano,
por tanto y tants clama mi porfía:
no podrá con lo humano lo inhumano.

Ya se escucha ese ruido de ataúdes,
el resoplar feroz de los verdugos,
una sombra ocultando multitudes,
una garra ajustando nuestro yugo.

Mirándonos en un adiós de angustia,
que es una despedida para siempre,
sabiendo inapelable la sentencia
ante la bestia disfrazada de hombre.

No arrastrarán sino algunos despojos
si es que a la rastra algo nos devuelven,
un epitafio serán serán esos dos ojos,
por vergüenza la muerte no resuelve.

Conservado en la espera y consumido,
en mi desesperar ya sin remedio,
hago mi propio acecho dolorido,
suba y baja la muerte, yo en el medio.


V.  SALIDA DEL CALABOZO

Y hoy me ha tocado a mí, cesó la espera.
Cuatro han venido en busca de mi suerte,
cuatro fauces abiertas, cuatro fieras.
Uno yo y débil. Ellos cuatro y fuertes.

Testigos son los muros y el cemento,
testigos mis hermanos, sus despojos,
de que llevado soy hacia el tormento:
alta llevo la frente, limpios mis ojos.

Todo es una extensión de la celada
en que la Patria exhausta se arrodilla,
y vengo a dar en carne triturada
del engranaje de armas y cuchillas.


VI.   TORTURA

Piernas atadas fuertemente, y brazos,
y mi desnudo cuerpo dolorido
yace a merced de todos los zarpazos,
a merced de verdugos forajidos.

Me hablan en un lenguaje de tinieblas
que asustaría a los rayos si escucharan,
por sus fauces espumareja y niebla
y por los ojos cuervos, les escapan.

Manos vienen a mí que no son manos
sobre mi carne son sacabocados,
un aliento de boca de serpiente
viene a quemar mis ojos y mi frente.

Logran quebrar incluso hasta mis huesos,
que se me abran arterias distendidas
en un hervor de sangre dolorida.
Y hasta mi propia muerte tiene miedo.

Voy dolorosamente aguijoneado
por espolón eléctrico y caliente,
soy angustiosamente torturado
en un voltaje altísimo y ardiente.

            Consciente soy del sol.
            Consciente del futuro.
            Consciente del pasado
                        y el presente.
            No nos derrotarán
            estoy seguro.
            Convoco a mi corazón
            y a mi silencio.
            Convoco a la razón     
y al alma mía.
            Mis armas son.
Soy el Amor
            y el odio no me toca,
                        ni me roza.
            No me espanta mi suerte,
            mi agonía,
            pulso en mi distorsión
            la luz del día.
            No lograrán rendirme
                        la alegría.
            Habrá un amanecer
            de cielo constelado
            de luz, amor
                        y vida,
            y el alma que me arrancan,
            en ese cielo mío
            que ya veo,
            tendré desperezar
            de golondrinas.


VII. ASESINADO – PARA SIEMPRE PRESENTE

Atado, amordazado y torturado,
asesinado, pero no vencido,
se le apagó la vida en el costado
no parecía muerto ni dormido.

La expectante pupila contemplaba
un seguro destino inexpugnable:
tras de la heroica huella de su sangre
la Patria Nueva y Libre comenzaba.

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LABERINTO. Un cuento.


LABERINTO
(un cuento de María Delia Matute)

"Para Stella,
 porque sólo ella podrá distinguir los relumbrones
de la realidad en medio de la fantasía
y porque sabe y comprende que únicamente
la segunda nos ayuda a soportar lo absurdo
 y doloroso de la primera".


El Chino se sentó en la cama. Dany le rodeó los hombros con el brazo derecho, lo atrajo contra su pecho, le besó la rente y la cabeza y lo espolvoreó de susurros. El Chino se dejó y acurrucadito decreció en años, en virilidad, en salud. Por un momento propiciaron un ensamblado casi perfecto, llamativamente estético.
El brazo izquierdo de Dany tenía la aguja del suero. Junto a la cama, el pie metálico sostenía dos sachets y los canutos plásticos de cada envase se unían medio metro abajo al tercero, larguísimo, insertado en el brazo de Dany. La unión entre los tubitos estaba hecha con un codito de plástico rojo que parecía un adorno para alegrar la vista.
Dany estaba muy enferme, atrapado hacía años y cada crisis lo disminuía y lo abollaba otro poco. Debía sentirse mal, pero intentaba sostener la dignidad vital hasta el fin, aunque los párpados permanecieran irremediablemente a media asta.
Dany retuvo a su Chino un ratito, le pestañeó con intención, le hizo un mohín, agregó algún beso más y le dio dos palmadas de ánimo con la mano del brazo en que se perdía la aguja, afirmada con dos tiras adhesivas. Nos miró y lo soltó justo en el momento en que entraba un hombre petisísimo y gritón, vestido de gris; caminaba como si se le hubiese perdido algo, pero sólo buscaba cambiarle las bolsas a los tachitos de basura.
Nos movimos para dejarlo pasar y creo que todos aprovechamos para echar un vistazo al moribundo de la otra cama. Según rumores de enfermera, era hijo de un coronel y se moría abandonado a su mala suerte porque, al menos en la Argentina, los militares no vistan hijos descarriados que se mueren de SIDA en esos apartaditos de tres por tres del Hospital de Infectocontagiosos Doctor Muñiz.
Yo apenas vi y volví la vista hacia Dany que me observaba divertido y se le notaba en la pupila. Tiene esos ojos grisverdeacero que hacen juego con la picardía, el entusiasmo, la intuición y la astucia. Sabía que yo estaba malcontrolándome, exigiendo mesura a mi curiosidad y que un tipo entremuerto y las caricias entre homosexuales me acuciaban. Le sonreí pero no le inspiré piedad.
El de la limpieza salió encorvado, siguió así por el pasillo y le gritó a un enfermo que iba arrastrando las chancletas hacia la salida: “¡si te veo fumando, te arranco la cabeza! ¡Y tenés tres minutos para volver a la cama!”.
Vi pasar al tipo y comprendí. Llevaba un pucho en la oreja, insertado entre el pabellón y el cráneo. Era toda una exhibición en esa cabeza de calavera viva, cubierta de piel, sin carne. En serio: ni en la boca le quedaba encarnadura y alrededor de algunos dientes, los labios parecían un volado. Llegar afuera le costaba un triunfo, pobre; respiraba con la boca abierta, tenía los ojos desmesurados y no conseguía fijar la mirada en lo que quería, sino que los globos perdidos iban oscilando en las órbitas. De atrás me recordó patente un espantapájaros que construimos de chicos con una percha, unos palos, camisa y pantalón de mi viejo. A este espantapájaros humano le faltaba el volumen de la cabeza de aquel otro, que se la hicimos con un globo, me acuerdo, y la cabellera, copiosa, de lana y también, el sombrero de paja.
Me dieron ganas de seguirlo. Fumaría caminando bajo los árboles gigantes que hay entre los pabellones del Muñiz y rendiría en cada pitada un homenaje a los buenos momentos de la vida, ese apenador de pájaros, que ya no daba más.
Resistí la tentación de ir tras él y me di vuelta, observé al recoge-basuras que seguía vociferando, molestaba con intención, provocaba por gusto, mientras entraba a los apartaditos uno a la derecha, otro a la izquierda. Caminé un poco por mirar, había pocas visitas pero casi todos tenían alguna. Desde la cuarta pieza a la que me asomé, tres personas sentadas en la misma cama me miraron severamente y no supe cuál era la enferma. ¡Mi madre, aquí todo es premonición de lápidas!, pensé. Giré para volverme, el silencio me apuró. Otra vez oí al de la basura que amenazaba a alguien: “ya vas a ver, vas a ver la que te espera”. Entré donde mi enfermo.
Dany estaba de pie, contaba otra vez su vuelta a la conciencia en terapia intensiva y su histrionismo la volvía cada día más graciosa. Se movía actoralmente, seductor como siempre y agitaba la cuerdita transparente por la que circulaba el líquido invisible. El codito rojo saltaba al compás de su brazo. ¡Qué bien lleva las cosas!, pensé. Me había apoyado en el marquito de la puerta, de espaldas al pasillo y me agarró un escalofrío súbito que me hizo taconear y disculparme. Simulé un resbalón. Sentí que alguien iba a morir ya mismo y le eché un vistazo rápido al hijo del coronel. Sin embargo le faltaba; era evidente.
La muerte por aquí se llega de tanto en tanto, no es tan asidua como uno supone. Los tiene tan asegurados que se distrae, se la espera todo el tiempo y eso le quita ganas, no tiene cómo hacer despliegue de su sorprendente jaque, el factor sorpresa causa efecto muy rara vez y entonces hay días que los deja ahí, casi muertos, sin pasar a buscarlos.
Mientras pienso estas tonteras, Dany que no cree en mi resbalón m está mirando y me interroga sonriente: “-¿Te sentís mal?, ¿querés salir? Falta poco...”. Está hablando del horario de visitas, pero suena dobleintencionado.
Me habría ido sin duda, pero empezó el quilombo: los gritos, uno tras otro, las corridas, la confusión. Las visitas empezaron a asomarse, salieron al pasillo. Lo que fuera había ocurrido al fondo, en la anteúltima o última piecita. Por la puerta de acceso, que a nosotros nos quedaba ahí nomás, entró un grupo de gente de blanco, hombres y mujeres. Abrieron las puertas vaivén al mango y cuando las soltaron, como están vencidas por años de uso, las dos hojas se golpearon, rebotaron, se volvieron a golpear y habrían seguido así por horas, creo, si no las detenía el cana. En el hospital Muñiz se interna también a los presos con sida, así que la yuta es ama y señora, más o menos como en todas partes donde esté, pero era difícil imaginar cuántos policías andarían rondando en esa ciudadela de enfermos. Por donde entramos los visitantes hay generalmente dos o tres que parecen compulsados a exponer sus opiniones sobre fútbol, siempre las mimas, apenas remozadas por el último partido, dichas en voz alta, prepotente.
Pensando estas cosas, yo miraba al cana que, ubicado frente a las peurtas, observaba cómo se amontonaban visitantes, enfermeros y enfermos en el pasillo. Los primeros gritos dieron paso a cuchicheos azorados. Resumiendo, para entender el clima: de “se murió alguien” pasamos a “asesinaron a uno”.
Decidí tomarme las de Villadiego. Dany había traído el pie del suero hasta la puertita y casi me lo llevé por delante al darme vuelta. Parecía el único saludable del grupo; todos nosotros, incluido el Chino, desfallecíamos. Antes de que yo dijera algo, Dany me adivinó la intención y me aconsejó: “-Ni siquiera intentés salir. ¿Para qué creés que el cana se paró ahí?”
Era obvio.


Cuando el grueso de policías entró para llevarnos a todos, menos a los enfermos, de alguna manera estábamos enterados de lo que nos esperaba. Indignados también, pero resignados porque no había más remedio.
Pensé que nos llevarían en patrulleros, pero nos metieron en camionetas cerradas de la Federal, de ésas que uno ve siempre apostadas en las cercanías de alguna marcha política o de protesta.
Antes de que nos ubicaran, una mujer que hablaba hasta por los codos, nos aclaró que al tipo asesinado le había quedado el cuchillo clavado en el pecho. El mango del cuchillo, dijo, era negro, grande y resaltaba en medio de tanta sangre roja; eso aclaró: roja.
Durante el viaje nadie parecía preocupado. Ni los policías, ni los detenidos, que en la jerga precisa éramos demorados, según el Chino y los otros amigos de Dany. Me abstuve de opinar, porque como en la Argentina nos hemos vuelto experto en eufemismos y nos entretiene referir la realidad con nombres falsos, no sabía a ciencia cierta en qué categoría entrábamos y aunque muchos sacaban a relucir con cierto orgullo lo de testigos, yo, en el fondo, sospechaba que éramos presos y puntos, extrañamente tratados con guantes de seda por la Policía Federal Argentina. Nada menos.
Por el trayecto supe que nos llevaban al Departamento Central y deseé, aunque fuera descartable y sólo para la ocasión, un espíritu aventurero que me ayudara a aguantar el trance, pero sabía que algo me iba a salir mal y empecé a sospechar que ni espíritu a secas tendría.
Estacionamos, bajamos, entramos, nos sentamos donde nos indicaron y nos pidieron los documentos. Luego nos llamarían a declarar y nos íbamos.
La intuición de que algo me saldría mal dio paso a la certeza. No tenía el DNI y ni había pensado en que me lo pedirían.
El que retiraba los documentos parecía un chico de la secundaria disfrazado de policía. Cuando le dije que andaba sin documento, me miró confundido, como si le estuviera arruinando los planes a propósito y dijo: “¿qué hacemos?”; “comuníquelo”, le sugerí. Reaccionó con alivio, “espere”, ordenó. Llevó los documentos de los demás y tardó en regresar para que lo acompañara.
Al recinto daban varias puertas, todas iguales. Me indicó pasar por una y seguir por un pasillo en el que, de trecho en trecho había más puertas idénticas a las otras. Esa similitud me provocó malestar. El término laberinto siempre me sugería trayectos curvos pero en ese edificio mi concepto me pareció ridículo por simplista.
El canita abrió una de las tantas puertas, me invitó a pasar y otra vez dijo “espere aquí”, ahí mismo se abrió otra en la pared de enfrente y entró un policía tipo estándar, del modelo reconocible hasta sin uniforme.
Me autorizó a telefonear para que alguien trajera mi documento y se sentó frente a mí como para hacerme comprender que la autorización era una orden. Cuando conseguí comunicarme y pude arreglar, me hizo una seña y me fue diciendo, como en secreto, dónde debían entregarlo, “por la entrada de Moreno”, dijo el morocho y con cabecero y una ojeada al tubo, indicó que repitiera. “Que diga en esa entrada que le entreguen el documento al oficial Figueroa Gerónimo”, esperó que lo dijera, “Figueroa Gerónimo”, volvió a decir y a indicarme repetirlo. “Que sea antes de las veintidós”, esperó hasta que también dije esto y luego agregó “a esa hora me voy” y ya no gesticuló, como si le fuera indiferente que lo repitiera o no.
Se paró y salió. Cuando terminé de hablar, mi rigidez de espalda ya dolía. Traté de recordar un artículo sobre respiración yoga del Viva del domingo para practicar un poco. Inútil. Lo había leído con atención pero recién en ese momento comprendí que no enseñaba, como parecía, sino que elogiaba los resultados de la práctica. Me prometí inscribirme en algún curso y seguí contracturándome. No tenía miedo, pero la cabeza me estaba jugando una mala pasada.
Quién sabe desde qué rincón extraño, la memoria recuperaba intacta, como conservada en formol cerebral, la sensación de aquellos días. Ni yo mismo me explicaba. No el recuerdo de la anécdota, sino la vivencia emocional. Estaba sintiendo lo sentido.
Una revuelta de tripas que intentaban digerir lo que el cerebro rechazaba, me obligaba a resistir las náuseas, a controlar la diarrea cerrada. Ni el sueño aplacaba las vísceras erizadas, ni la obligación de disimular diluía la tensión de mis facciones plastificadas. Pensar era peligroso y no pensar, por imposible, aplanaba con dolor el cerebro. Había sentido hacía años, y estaba sintiéndola otra vez, nítidamente, la vibración de lo que acordamos en llamar alma, mi conciencia vital arrugada y crujiente dolía asustada.


Acá los trajeron. Acá se lo quedaron al Gallego; de acá no salió más. Este pensamiento había intentado interceptarme cuando me entretuve con lo del laberinto y zafé. Pero al final, me dejé ir en eso. Tal vez el Gallego se extravió entre las puertas de esta mole, distraído como era.
Éramos, en realidad. Aunque a esa altura de las cosas ya no. Porque llamo distracción a esa blandura con que sosteníamos la vida hasta que la dictadura del ´76 nos obligó a aferrarla de otro modo.
La puerta se abre y me sacudo con la columna hecha un resorte endurecido. Es el policía-pendejo que debe tener orden de vigilarme. Sonríe. “El oficial Figueroa ya viene”, me dice y sale.

Aquella noche, ya estábamos e el ´77, ellos se reunieron en lo del Gallego Fragas para preparar el final de Lógica. Yo decidí no presentarme porque mi viejo se estaba muriendo y toda la familia achicaba los compromisos para ocupar el tiempo en atenderlo al pobre.
Como a las tres de la mañana entraron tipos armados, con y sin uniforme policial y se los llevaron a los tres: Fernando, Esteban y el Gallego. A los dos primeros los largaron esa misma noche. Fernando y Esteban afirmaron siempre que los llevaron al Departamento Central.
Unos días después, Fernando acompañó a la familia del Gallego hasta acá mismo, como testigo, y a las pocas horas le aseguraron por teléfono que si no se callaba era boleta. Se calló, qué iba a hacer. A Esteban la propia familia lo sacó del país antes de que hablara de lo que había que callarse.
Ninguno se presentó a aquel examen, mi viejo se murió y yo ni retomé la facultad.

El oficial Figueroa abre la puerta con ímpetu, como en un apuro. Trae unos papeles y me explica que tomará mis datos para ir adelantando. Después declaro ante el comisario y chau. Cuando me traigan el documenta; más vale.
-Parece que fue un pariente, che. El hombre estaba muy jodido y lo liquidó para que no sufra. Seguro.
Me cuesta saber de qué habla. La historia del hospital y de cómo vine a dar acá me parece más lejana que los días en que desaparecieron al Gallego y se murió mi viejo.
-Yo tuve un medio pariente acá –le digo.
Es un impulso ciego, la certeza de que la columna no se me va a destrabar si no arriesgo.
El oficial hojea las planillas, “¿acá?, ¿en el departamento?” pregunta sin alzar la vista.
-Era medio pariente de mi madre y estuvo hace años, no sé ahora... Fragas, Juan. No sé si era Juan a secas, le decían Gallego Fragas.
Callé por prudencia. Me llegaba el olor a transpiración del morocho, antes no lo había notado, sin embargo olía añejo, decantado en el uniforme. Me dio asco.
No insistiría con el tema, si él no respondía, ahí quedaba.
Preguntó mi nombre y apellido y mientras escribía dijo: -Yo hace una punta de años que estoy acá y no he conocido un agente de ese apellido.
Yo, nada.
Me pidió el domicilio.
-¿Por qué tiempo más o menos habrá estado en el departamento?
-Uuhhhhh –la exclamación me alivió la espalda, me acomodé en la silla. El oficial me estaba mirando. –Hace veinte años.
Me preguntó algo más para la planilla y, mientras escribía, dijo:
-Espasandino. Seguro el comisario Espasandino estaba por entonces.
Yo dije: -Aaahhh, y me distendí otro poco.
Terminó de anotar los datos y yéndose confirmó: Fragas, Fragas Juan, ¿no?
Cuando cerró la puerta me paré, me estiré y di unos pasos par un lado y para el otro.
Descubrí que desde que entré allí, le había dado la espalda a un retrato del General San Martín. Me entró alegría, me le paré de frente. Era la cara que uno venía viendo sin parar desde el jardín de infantes, cada día, en algún momento, a veces ni se da cuenta de que lo manosea en algún billete. Alguna vez leí unos versos que destacaban la mirada de águila de San Martín. Le miré detenidamente los ojos al hombre del cuadro y quedé pensando que no hay bicho con mirada más humana que el águila, entonces.
Entró el oficialito y le pregunté si no tenía un cigarrillo. Dijo que me conseguiría uno y salió. Hacía años que yo había dejado de fumar, porque es malísimo para la salud, aunque en ese momento decidí que fumaría, consciente de que igual la salud se me estaba arruinando a fondo.
Volví a pensar en el Gallego. Fumaba como loco; recordé que decía qu en los buenos momentos, el pucho redondea la felicidad y que en los malos, cae como un apretón de manos. Quedaban los otros, los que no son ni buenos ni malos. En esos, el faso sostiene la capacidad de reacción para cuando haga falta, decía.

El canita volvió con el cigarrillo pero no tenía fuego, se disculpó y salió a buscarlo.
Cuando el golpe de estado, el Gallego y todos los demás éramos muy jóvenes, el colmo de jóvenes. Si él hubiera estado en mi lugar ahora –pensé, recuerdo patente–, ahora que no soy joven, ¿haría lo que hice? No podía pasar horas ahí, dialogar amistosamente con los uniformados y no mencionarlo siquiera. En estos veinte años aprendimos a decir las cosas de otra manera, Gallego. Consideré mejor esta agachada, digamos, a no hacer mención. Eso no.
Cierto que si le decía a Figueroa: “yo tuve un amigo que lo desaparecieron acá mismo durante la dictadura”, no me iban a torturar, ni a desaparecer a mí, pero seguro me demoraban o hasta me acusaban de algo, me inventaban un asunto. Estos se las saben todas. Me meten algo en el bolsillo, me acusan de drogadicto o peor, inventan algo para cargarme el asesinato del infeliz del Muñiz, me hacen cómplice del asesino.
El Gallego podría entender esto, seguro. Yo estaba tratando de explicármelo. La verdad es que la confusión me aflojó en cuanto se lo nombré al oficial.

El aprendiz de poli trajo fósforos, prendió uno, me convidó fuego. Amable el pibe, como un civil.
Fue maravilloso. ¡Pensar el tiempo que llevaba sin fumar! Lo viví como un reencuentro. Dentro de mí, el humo era un arlequín enfundado en una frisa tenue y jugaba malabares con pompones de tul. Un cosquilleo con sabor o un sabor con cosquillas, no sé bien.
Al rato, el oficial Figueroa me guió a otro despacho y quien supuse era el comisario me pidió que le informara por qué estaba en el Muñiz y qué hacía en el momento de enterarme de que habían asesinado a un paciente. Mientras yo hablaba y otro uniformado tipiaba, el interrogador apoyó el canto de la mano izquierda cerrada en puño y acomodó la derecha encima igualmente cerrada, sobre el hoy de los dedos apilados instaló el mentón y me miraba a los ojos como queriendo alcanzar a verme la nuca. No recuerdo qué dije ni cómo, pero sí que me aguantó tres o cuatro frases, se incorporó, hizo una seña al escribiente y dijo:
–Acá nadie recuerda a su pariente Fragas, pero vea, che, si quiere averiguar, lo puedo contactar con gente que ya no está en la repartición.
–Hablaré con mi mamá, a ver qué piensa –contesté y al mismo tiempo que lamentaba no haber dicho madre o vieja, observé que por la puerta del costado entraban Figueroa, el pendejo-policía y otro, más viejo, gordo, embutido en su uniforme.
–Podés irte –dijo el comisario. Todos estaban muy serios. Dije “buenas, muchachos” pero como no contestaron, salí nomás. Me pareció que iba a reencontrar sentados a los que vinieron conmigo y avancé, cada vez más dudoso, por un pasillo. No quería vueltear ni hacer preguntas. Ya iba medio frenado cuando me alcanzó el pendejo. Me había dejado el documento sobre el escritorio. Quise bromear pero vi que el pibe estaba tenso y antes de que se volviera le pregunté cómo se salía del Departamento. Me dijo que siguiera siempre adelante, como iba. Que abriera la puerta al final del pasillo, cruzara el patio de las palmeras y saliera a Moreno.
Miré la hora y decidí volver al Muñiz, pero estando en el parque de Caseros, ya entre la cárcel y el hospital, cambié de opinión. Me compré un pacho y una coca y me senté cera del monumento alzado hacía más de un siglo en memoria de los muertos por la fiebre amarilla.
Vino un pajarito y le tiré un cachito de pan. Voló llevándolo en el pico. Al ratito volvió o era otro pero yo quería que fuera el mismo y lo traté como a un conocido. Le gustaba el pan pero no soportaba intentos de domesticación. Se voló y me quedé con las miguitas en la palma.
En eso giré la cabeza y en un banco alejado lo vi al Gallego Fragas. Duró un instante, ahí nomás supe que no era. Pero soporté el patadón y el hueco abierto en la boca del estómago durante un rato. Mi razón comprendió más rápido que mi cuerpo, creo.
Miré hacia el hospital y decidí que no volvería más. Dany iba a morir de todos modos y yo recordaría de él lo que había visto hacía unas horas: su mirada burlona, su belleza de crepúsculo y los saltos epilépticos del conducto del suero, el codito de plástico que unía los tubos, esa mariposa roja, infantil, agitada por la vida de Dany, todavía.



Primera PRIMAVERA sin Delia...

Una Primavera sin Delia es menos primavera...


Salgo a mirar la luna
y es la misma,
y es lo mismo este cielo
y sus estrellas.

Aún no se escucha el canto
de los grillos,
ni hay titilante vuelo
de luciérnagas.

No perfuma el jazmín,
no ha dado a luz el césped,
no anidaron gorriones
y aún el árbol
luce sus ramas secas.

Pero hay algo en el aire
que no se ve ni se huele.
Todo está en el ambiente
y expectante,
todo se anuncia mansa
y quedamente,
muy silenciosamente.
Se terminó la espera:
veintiuno de setiembre
¡Es Primavera!

(María Delia Matute,
amante eterna de la primavera y las flores...)

sábado, 15 de septiembre de 2012

viernes, 14 de septiembre de 2012

1964


"Te prometí que a medida que las encuentre te mandaré recuerdos de Delia... Te adjunto una hermosa "perlita" que encontré en los archivos del Canal 6 (el del indiecito) y al que nos invitaban apenas comenzó sus transmisiones el 19 de abril de 1964 (El 23 de ese mes, junto con Ciro Pecchia-gran amigo de Delia-y que tambien se nos fue el año pasado hicimos el primer programa cultural recordando el Dia del Idioma y unos pocos dias despues visito el Canal Ariel Ramirez y Jaime Torres y fuimos de público y mientras salian al aire en directo sacaron la foto que te adjunto (es una fotocopia) y en la que advertiras que Ella bella y atenta,está justo detras de los músicos. Creo que voy a conseguir la foto original y tambien te la enviaré. Fijate que aparece parte de la firma de Ramirez y la fecha de la presentación". (Rulo Tabanera)

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Un mes sin Delia...


Un mes sin Delia. ¿Un mes? Sí, un mes. Pero déjenme decirle que fue ayer… o recién… o que duele más que hace un mes. Mucho más. Más que ayer. Y estoy segura de que duele mucho menos que mañana. Y muchísimo menos que dentro de un mes. Aunque duela hasta lo insoportable.
Ya lo escribí por ahí pero lo repito:  Es insoportable. Insoportable. En el más estricto y literal sentido de la palabra insoportable. Es insoportable que Camilo la haya disfrutado tan poco tiempo. Es insoportable que ella haya disfrutado a Camilo tan poco tiempo. Es insoportable que sus hijas ya no la tengan. Es insoportable que Delia no esté. Es insoportable. Y me pregunto casi obsesivamente "qué es lo insoportable si se soporta". Pero no. No se soporta. Sólo se sigue viviendo... hasta que empiecen a acomodarse algunas cosas y lo hagan menos insoportable. ¿Menos insoportable? No lo creo…
No quiero que Delia se haya muerto. No quiero. No quiero que Camilo no la tenga. No quiero que las chicas, sus hijas, no la tengan. No quiero que sus compañeros no la tengan. No quiero que Lili no la tenga. No quiero que las Barahúndas  no la tengamos. No quiero no tenerla yo... No quiero. Y lloro y grito y me angustio y me enojo y no me cabe tanta pena ni tanta ira...
Y qué más decir… Sólo buscarla a ella en sus palabras. Sus palabras… que siempre me guiaron. Que siempre me sanaron. Que siempre me enseñaron.
Entonces busco entre sus palabras. Y encuentro un escrito de Delia cuando “fundamos” el grupo "Barahúndas". Con todo su cuerpo y su alma cumplió con el compromiso de lo escrito. Como ella era. Todo mucho. Delia era mucho. Mucha hija, mucha hermana, mucha madre, mucha tía, mucha abuela, mucha suegra, mucha vecina, mucha cuñada, mucha compañera, mucha amiga… Mucha. Mucho.
Y así se la extraña… en esa exacta medida: Mucho.
Aquí su palabra… para que siga “girando en el bello planeta”.

“(…)  los grupos (sigo las teorías de Paulo Freire) se dividen tipos o categorías o estilos. No voy a enumerarlos pero sí digo que el que me interesa es el ESTILO DEMOCRÁTICO y, justo, justo, justo, es el que más esfuerzos exige.
De plano: no es autoritario y respeta los pensares y sentires de cada uno. A todos les interesa la participación, propia y de cada integrante y la cooperación.
Considero que el grupo, como todo en la vida, no se compra hecho sino que es una construcción y no siempre facilonga.
Nada se impone en el grupo democrático, todo se acuerda.
Dentro de estas consideraciones, coincido ampliamente en que NO PENSAMOS IGUAL, no vivimos igual, no hacemos las mismas cosas, somos individuos (¿individuas?), con un cerebro cada una.
Creo que no es tan importante señalar o reflexionar sobre las diferencias. Lo importante son las coincidencias. Y avanzar con uno u otro u otros objetivos.
Lo de los objetivos es esencial a un grupo; es el elemento de cohesión. Mi idea, díganme si me equivoco, es que el primer objetivo de este grupo fue amarnos. Basarnos en el cariño existente y profundizarlo voluntariamente. Eso exige confiar. Al menos a mí, este asunto de confiar me cagó rabiosamente en “Aquelarre”; es algo que tuvo que ver con experiencias anteriores, durísimas, que no vienen al caso. Solo que fue así, me jodió mucho lo ocurrido.
Desde mí, en este grupo me interesa que se exprese libremente la verdadera opinión; libremente, el que no quiera opinar sobre algo también está libre, pero aclararlo sencillamente es todo un gesto. La libertada de expresión y la diferencia de opiniones, es decir, la respuesta auténtica, no solo debiera estar permitida entre nosotras (espero que lo esté) sino que debemos sentirlo como una exigencia. Si por temor o algo como la culpa, alguien no expresa su "sentipensar", estamos en problemas.
Un grupo que funciona con estilo democrático ayuda a cada integrante a ser feliz. Yo encuentro felicidad al pertenecer a Barahúndas; tengo un cariño grande por el grupo y cada integrante. Y no quiero considerar desintegración del grupo.
Propongo pensar en nuestras coincidencias y hablar de estas cosas. Y pensar que lo perfecto no existe; es un invento del clero medieval. Todo es perfectible.
Tener libertad de expresión es un derecho que se defiende expresando. Una felicitación a Stella, con todo mi amor, por haber dado el puntapié para que nos expresemos sobre esto(*). (…)”
María Delia Matute

(*) Dejo esta mención a mí porque siempre me ha dado mucho orgullo que Delia me felicitara pòr algo... 


Stella - Tu hermana, hermana mía.

sábado, 8 de septiembre de 2012

"Cuando el canal era un río...


...cuando el estanque era el mar..."




RECUERDOS...

Un saludo de Delia en una tarjeta navideña (1997):
"RECUERDOS MARAVILLOSOS DE AQUEL TIEMPO EN EL PATIO DE LA ABUELA EN EL QUE NO HABIA QUE PREOCUPARSE MAS QUE SER FELIZ SIN SABER QUE  LO ERAMOS".

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Palabras de "Rulo", su primer novio

Stella: (...) Aunque quizás no lo entiendas yo tambien, desde las 21 del jueves pasado, estoy atontado por el golpe que recibí de boca de una de sus hijas...Quiero compartirte que nunca dejé de quererla como cuando fue MI PRIMERA NOVIA, la de la secundaria. Todavía guardo una pequeña libretita en la que escribí dia por día cada uno de nuestros encuentros, cuando debiamos escondernos de "tu viejo y el jeep de Petrosur", de los hermosos días que pase en tu casa, casi la mía, y de los encuentros familiares en la casa de tus tíos esperando el carneo... La buscaba con el pensamiento cada vez que iba a Baires y la encontré al leer en un baño de la Cámara de Diputados el staff de una revista de Electrónica, donde trabajaba, y la llame y al dia siguiente nos volvimos a ver por esas cosas fantásticas de la vida, y en no mas de tres horas nos contamos los treinta años que habíamos estado lejos... A partir de ahi esta maravillosa herramienta que es el correo electrónico nos mantuvo unidos a la distancia, recuperando el cariño por nosotros y por una causa noble por la cual justificar el paso por la vida...Y nos volvimos alegrar a partir del 2003 día a día con lo que le iba pasando a nuestra sufrida y querida Patria... En eso estábamos cuando el silencio se apoderó, desde los primeros días de este agosto, de este espacio virtual pero cargado de afectos, y me empezó a aparecer una duda sabiendo de su frágil salud y quise confirmar mis sospechas y el martes 28, antes de partir para Baires le mande un correo preguntándole qué le pasaba y que iba a estar allí tres dias...Al llegar al hotel y no tener respuesta al correo le llame a su celular el que respondía el contestador, y así llegue a la MALDITA noche del jueves cuando terriblemente se cayeron todas las dudas... (...)


(15 años tenía Delia en esta foto)


POEMA XI
(a Rulo, amor adolescente)

Yo me vuelvo a una siesta polvorienta,

veinte veces atrás,
                                    años contando.
Irrumpo en un verano,
                                    y en tus manos,
y a la sombra de talas majestuosos
voy de nuevo a esconder
                                    nuestros rubores,
nuestra intención tan tibia
                                    y vergonzosa.

¿Recordarás mi risa en guardapolvo?
¿Mis rígidas chapecas escolares?
¿El blazer oficial y obligatorio?
Y aquellos besos míos,
                                    y el impulso atajado
                                    apenas un destello, presuroso…

Yo recuerdo aquel viento tan caliente,
aquellas rabonas necesarias,
aquella calle umbrosa y silenciosa,
tan lejana del pueblo y las miradas…

Hoy no sabría indicar
                                    dónde quedaba…
¿Recuerdas cómo llegar a ella
después de tantos años?
                                    Yo me iba tras de ti…
Me viene a la memoria un alambrado.
Lo cruzábamos saltando por encima,
ahí me dabas la mano,
y de allí en más,
                                    ni yo la retiraba
                                    ni vos me la soltabas.
Y andábamos un rato entre los surcos,
la altura de las viñas nos tapaba,
pero el sol, y aquel azul intenso,
nos hacían sentir como en la plaza,
                                    a merced de los chismes,
                                    a riesgo de mirones,
y andábamos callados y ligeros.

Le arrancábamos ambos
                                    un racimo al viñedo,
y nos lo intercambiábamos risueños,
y por no desprendernos de las manos,
arrancábamos granos a mordiscos,
y comíamos un dulce
                                    siempre amargo,
comparado al idilio
                                    que gozábamos.

Y al final de la viña
aquel camino,
bordeado de talas tan robustos,
tan de copas unidas,
que formaban una larga bóveda
por la que caminábamos sin prisa.

Y allí un hilo de besos...
a darnos manotazos contenidos,
y a ver qué tal encaja
tu mano en mi cintura.

Tropezándonos entre nosotros
                                    íbamos,
pero sin detenernos,
por miedo, por precaución tal vez,
                                    pero encendidos.

Al fin de aquel camino
todo un lujo de sol nos detenía.
Pegábamos la vuelta
                                    de la mano,
y de a poco, otra vez a lo mismo.

Y a cruzar el viñedo,
            y robar el racimo
            y mirarnos la risa,
            y soltarnos las manos,
            y cruzar todo el pueblo
            y esperar desde entonces
                                    otro día propicio.

Hasta aquél,
                        que ni uno ni otro
                        supo que sería el último.

De allí nos dimos a otros rumbos.
De vos nada he sabido,
de mí, al cabo, no mucho.

Me fui de aquellas siestas
eléctricas de sol, viñedo y talas,
a otras siestas de alarmas,
de escaleras mecánicas,
de pujas, competencias y cemento.

No niego que he vivido.
Pero agregar más luz
                                    ¿a aquel destello?
                        ¿más paz a aquel retiro?
                        ¿más gozo a aquella plenitud?
                        ¿más alegría a aquella dicha intensa?
                        ¿Cómo podría?

Sólo así,
            volviendo en el recuerdo
                        veinte veces atrás,
                                    años contando.
(MDM - 1994)


martes, 4 de septiembre de 2012

El penetrante aroma de uno (cuento)


La vida podía estar buena. Poder. Ese es el problema —pensó Fabio. El revoltijo de sus tripas concordaba con el desorden de las cobijas; atrapado entre sábanas y colcha deseó quedarse inmóvil hasta digerir las imágenes de lo soñado. Después de todo —se sentó aceptando la obligación— soñar a pata suelta le da sentido a vivir.
Cuando parecen en los sueños,  me dan estas ganas de irme a la mierda, bah, de esta mierda. Todos parecen tan contentos acá, ¿de qué? —dijo en voz alta camino al baño, como si hablara a otro.

Copia los movimientos de todas las mañanas pero los gestos cotidianos se le encarajinan: chorritos de pis bordean por el inodoro, indecisos hasta deslizarse por fuera como un deshielo amarillento. Se ducha con agua casi fría para esquivar la erección diaria, insistente. La melancolía lo vuelve infantil, le acentúa su pinta de muchacho. Nadie le daba los cuarenta y uno: las caderas estrechas, magro, altura media, cabello lacio, abundante, tan plumoso como los de un adolescente, siempre bien recortado, no corto, para disfrutarlo escurridizo, flojo entre sus dedos al acomodarlo hacia atrás.
Va y pone el agua a calentar; vuelve y se afeita sin mirarse al espejo, mientras camina por el cuarto con la maquinita trastabillante por la piel blanca; bordeando la boca de labios bien formados. Ha recuperado la semisonrisa abstraída que despistará posibles miradas a sus comisuras caídas, desdeñosas. Los ojos oscuros, alargados, casi entornados para que las pestañas, tupidas, añadan sombra a las ojeras del aburrimiento; elige entre lo poco: calzoncillos, medias negras, el pantalón yin azul oscuro, la camisa gris con rayas finitas, al tono del pantalón. Se está por preguntar otra vez por qué Jorge quiere que se vista siempre así, casi un uniforme, pero sacude la cabeza para admitir que ya lo sabe: “el que se viste sencillo y parecido todos los días y recorre los mismos sitios pronto crea una costumbre y no lo ven, es un cuadro más, una cortina, ¿entendés?”. Entendía. Sobre todo porque el tono de Jorge no era persuasivo, ni tolerante.
El agua hervía; la toalla se resbaló y entró desnudo a la cocinita.
En ese momento repiqueteó el celular y volvió hasta la mesa del dormitorio para atenderlo.

Apretó la teclita y arrojó el celular con todas las ganas de destrozarlo, de sacarse de encima la obligación de cada mañana. Cerró con fuerza las manos y repetidamente alzó los brazos y descargó puñetazos contra los muslos; fue de máxima a mínima violencia..
El celular se había estrellado sobre la cama, estaba a salvo, sano, enterito. Este comisario no es como el otro —pensó—. Este es un hijo de puta; hace como que no sabe de los arreglos. La nuca inclinada, como si los pensamientos le vinieran desde el piso, sin parar todavía los puñetazos, menudeándolos, amansando la bronca en las piernas temblonas. Este cada mañana finge estupidez; ¡minga, estupidez!, sabe que me pone nervioso: “entonces ¿no tiene que firmar planilla ni una vez por semana?, ajá, y dígame, el certificado de trabajo ¿cuándo vence?, ¿cada tanto lo renueva, o no?”. No era tan fácil como se lo había pintado Jorge. Con este sorete, no.
Sacudiendo la cabeza, resopló como un caballo; los presos veteranos hacen eso y a la larga se prueba y se comprende que relaja.
Se puso la ropa interior, la camisa, el pantalón, buscó el celular, lo revisó de gusto, lo guardó. En la cocina, el agua se evaporaba.
Fue, abrió la ventanita para disipar tanto vapor; oteó el cielo sin nubes, buen día invernal, luminoso, helado.
Se preparó el café, se acercó a las hornallas encendidas para beberlo y sintió que el fuego acentuaba el frío. Lo apagó, cerró la ventana y volvió al cuarto.
Reconoció que el café le había salido más insípido que liviano. Tenía que pensar en la entrevista con el publicista; repasó la descripción del tipo que le había hecho Jorge. Estas citas cada vez más frecuentes, donde improvisaba sobre publicaciones y libros, volantes, afiches, le provocaban retorcijones de panza. Fingir que entendía del asunto, tener respuestas prontas, inteligentes y, sobre todo, una serenidad a prueba de terremotos. Fácil de decir, Jorge, y fácil de hacer para vos que chamuyás de lo que venga como un doctor, imperturbable. La personalidad, el temperamento digo, o el carácter será, no te lo cambiás ni con título —pensó y no entendió para qué pensaba lo que nunca expresaría.
No quería concentrarse en lo soñado, pero no podía evitarlo ¿Qué será de la Irina y los niños?, ¿qué habrá sido de ellos? El que iba a nacer ya tendrá como quince.
Se levantó y fue a mirar por el ventanal que daba a un paisaje de techos y terrazas y se puso a mirar si había antenas o algo que lo distrajera del sueño donde la Irina le había traído una torta de maíz a la cárcel y lejos, como si la visita fuera en un descampado, se veían tres niños que agitaban los bracitos como saludo.
Tenía que salir, aunque fuera temprano, hacer tiempo por ahí. Irse, caminar, burlar la trampa.
Tomó la campera-gabán azul oscuro, uniforme total.


Bajó más consternado que habitualmente. Ya en la vereda, estaba observando que no se veían vehículos hacia la Plaza cuando a lo lejos divisó al Yoruga: petiso, rechoncho, pelo negro, sin rastros de canas, con rulos apretados y desaliñados hacia la frente para disimular la amenazante calvicie; ya no daba el melenudo rebelde de veintitantos años atrás; los ojos redondos y saltones, la boca más hinchada que carnosa lo acercaban a una caricatura viva y, por si fuera poco, alegre. Venía con esa sonrisa fraternal; Fabio lo supuso dispuesto al abrazo y al beso. Se libró de lo primero con una torsión rápida y se dejó besar diciéndole “me parece que hay quilombo en la Plaza”.
“¡Hay quilombo en cinco cuadras a la redonda, Fabi!, no podía llegar, che”.
Fabio lo miró con la sonrisa lánguida y los ojos mansos, deseando decirle no me digás ese diminutivo, me llamo Fabio, pero se aguantó; pensó en Jorge: “vos te tenés que hacer fama de tierno, melancólico y amistoso, sobre todo amistoso. Acordate de decir compañero y compañera de vez en cuando”. Esto último no le había salido ni una vez en los meses que llevaba trabajando.
Voy hasta la avenida y me tomo algo —dijo alejándose. El Yoruga empezó a suponer que por ahí encontraría un bondi y alguna otra tontera estaba diciendo mientras Fabio ya doblaba la esquina.

Se apuró, rumiaba ese desprecio escondido y entonces la vio. Estaba exactamente igual a cuando él tenía unos quince o dieciséis.
Se corrió hacia la pared y ella pasó lentamente, como deteniéndose sin hacerlo. Él siguió unos pasos en esa línea de desvío y terminó apoyando la mano derecha contra el muro. Durante varios minutos miró hacia el suelo; supuso que ella estaba detenida, vuelta hacia él, mirándolo con intensidad, aparentemente seria.
Se abrió una puerta, alguien le preguntó si se sentía bien. No contestó, ni siquiera miró.
Se enderezó y rotó para verla.
Volvió hacia la esquina, miró hacia todos lados; no estaba. Tan pocos transeúntes, ningún auto; todo le aseguraba que ninguna mujer alta con pollera plisada color malva y casaca floreada caminaba por la avenida ni por la calle transversal. Tuvo deseos de correr hacia el bajo; tal vez le había dado tiempo a doblar; tal vez se escondía en algún umbral. Corrió en dirección a la Plaza; volvió sobre sus pasos. Nada, nada.
Retornó, abrió la puerta de vidrio con un empujón, avanzó hacia el salón, zigzagueaba. El Yoruga, sobresaltado, gritó ¡¿Fabi?!; el grito lo detuvo, giró, retomó apurado el camino correcto, pasó por el costado del mostrador en dirección a la angosta escalera. En el segundo piso, agitado, la vista nublada de lágrimas, semiahogado, esperó el ascensor. Descendió en el cuarto piso en peores condiciones, sollozaba y se golpeaba los muslos con los puños. Subió el tramo de escalera al quinto, escalón por escalón, pesadamente y fue derecho a la cama.

El Yoruga temía pensar, temía reconocer su miedo. Los dos hermanos Sardoner vivían para crearle dilemas, no sólo qué decir, cómo decirlo sino cuándo. “¿Llamo o no llamo? Esto es raro, no tuvo tiempo de llegar muy lejos, ¡qué va! Y volvió descentrado, loco. Algo le pasó. Yo llamo, ma´sí”.



Jorge irrumpe y cierra ruidosamente al tiempo que lo llama con vozarrón de barco: ¡Qué te pasó!, ¡ahí abajo está el Yoruga desconsolado! Me llamó y me pidió que venga sin más explicación. Te vio mal —dice parado ante Fabio que no levanta la cabeza ni parece enterado de su llegada. ¿Te comentaron lo del pibe ése que colaboraba en el Centro Cultural? —agrega acercándose a la mesa, corre una silla, se sienta—, lo tenés que ubicar, un pibe muy charlatán, Marcos Giovekis o Giovenkis: en la última asamblea allá fue el que más habló.
Fabio levantó la cabeza como si volviera de un desmayo; enrojecido, las pupilas distantes, la boca entreabierta.
¿Te acordás o no? —el tono ya es socarrón, se está molestando—, lo conocés, ése que tenía la ansiedad típica de los que se han mimetizado con el Che Guevara y no duermen: laburan, leen, discuten, imaginan. Que estaba siempre citando frases célebres, ¿me estás escuchando, no?
Fabio sacude la cabeza, afirma pero no se sabe bien qué.
Bueno, listo el pobre, la policía lo reventó hace una hora en una manifestación. ¿Entendés? —la voz de Jorge tiene la misma inflexión y tono de cualquier otra charla o tema, desde esa voz cualquier noticia está superada, no hay dolor, ni alegría, ni provocación, ni admiración.
El rostro de Fabio se tensa y contrae, lo oculta entre las manos, y se sacude con un sollozo rápido; sabe que Jorge va a estallar si no habla.
Vi a mamá —dice— y lo repite en tono más alto, más claramente: vi a mamá; se descubre el rostro, se sienta, mira a su hermano y ve que un arco de sombras le cruza la mirada entre dos pestañeadas.
Parece que una mano apretara la garganta de Jorge mientras grita: ¡En este momento, pedazo de pelotudo, toda la manifestación está yendo hacia el Centro Cultural!, ¡hasta las gomas que tenían para quemar van a meter allá y vos me hacés venir acá!, ¡¿para qué?!, ¡para decirme que viste a mamá!, ¡a mamá! —se ha puesto de pie.
Fabio se incorpora, arrastra la otra silla, tapizado azul con líneas blancas, silla de oficina, traída desde el Centro Cultural al que fueron donadas ya nadie recuerda por quién; ahora es su silla, la trae hasta la mesa hecha a mano por el primer grupo de trabajadores desocupados que apoyaron el proyecto —¿qué habrá sido de ellos?, piensa estúpidamente, se habrán ido corridos por acusaciones falsas y convenientes. Se sienta, apoya la cabeza en la mano del brazo que acoda sobre la mesita.
—Soñé también. No me puedo sacar a la Irina de la cabeza. A mi pibe, que ya tiene quince años.
Jorge lo interrumpe: ¿soñaste?, ¿con mamá y con Irina?
No —dice Fabio, seco y resuelto— a mamá la vi, ¡la vi!, acá a la vuelta, por la calle —con el cuerpo embrutecido tira la silla.
¡Ah no! —también Jorge se levanta— Mamá resucitada y la Irina, como le decís vos, ¡haceme el favor!, ¡tu pibe! —se saca los anteojos, busca un pañuelo y los limpia; Fabio sabe que está tratando de controlarse.
¡Qué pibe! —lo mira pero Jorge ve muy poco sin anteojos, así que Fabio comprende que no quiere verlo— Si vos sabés que debe haber abortado al día siguiente que te subieron al avión. En cuanto se enteró de todo, ¿pensás que siguió con el embarazo?, ¿vos hubieras seguido? ¿Acaso le habías contado la verdad? Si tenías nombre falso, ¡todo falso! ¡Sí o no!, ¿le contaste que te apresaban por asesino? Por matricida, exactamente.
Fabio inspira hondo —Si la alcanzaba —dice mientras acomoda la silla, se distiende un poco y suaviza el tono, se sienta—, si le hablara, le pediría que me aclare si cree que fui yo. Todo indica que la maté pero yo no lo sé. Me acuerdo de que peleamos.
Otra vez Jorge lo interrumpe; grita enfurecido: ¡Cómo vas a decir que la viste, que le hablarías! ¡Si la vieras realmente, después de veintidós años de muerta, ¿te imaginás qué verías?! ¡Contestame, la puta madre que te parió!, ¡qué verías!
Fabio ha vuelto a acodarse en la mesa y sigue con el mismo tono cansino: me acuerdo los sillazos, los ruidos de lo que se estrellaba, el jarrón, la lámpara. Me acuerdo como una foto: te vi con el paragüero alzado, yo estaba casi de rodillas, te agarré una pierna —Fabio dobla el cuerpo hacia delante y deja entre los muslos las manos colgantes con las palmas enfrentadas.
Jorge se arrodilla, lo toma de los brazos y el apretón desmedido que le estrella los codos ante el pecho sacude el cuerpo de Fabio. Le grita: ¡Pará!, ¿no te das cuenta? Recién zafaste de la cárcel y vas a ir a parar a un manicomio; ¡pará! Estás estresado. Escuchame bien.
Fabio rechaza la parálisis que le imponen las manazas—; ¡soltame! —dice.
Jorge insiste— Escuchame: ni bien se termine este laburo que cerrás hoy, te consigo cinco días y te vas a un spa. Chau estrés.
Le ha aflojado la presión pero todavía le sostiene los brazos—, ¿oquey? —agrega. Y ahora basta —dice, se ha incorporado, recoge la toalla aún en el piso desde la mañana, se restrega la cara con la boca entreabierta y sin parpadear; sudaba la bronca como si fuera un retorcijón de hígado.
Te doy cinco minutos, ¡cinco!, ¿eh? —lo estaba mirando ya con los anteojos puestos y lo señalaba, medio abierto de piernas, las órbitas exageradas, casi jadeante— para que ordenés tus pensamientos. ¿Así que vos no la mataste?, ¿por eso te la encontrás resucitada? y, encima, te preocupa un ¡posible hijo adolescente! ¡Pelotudo! ¡En cinco minutos decime si hacés el laburo o te lo hago yo!
Pasado el mediodía el sol iluminaba exagerando el desorden de la cama, alguna manchita del piso, grisaba el polvillo en los objetos olvidados pero también otorgaba calor doméstico a las paredes blancas, al floreado de la colcha, al tapizado eléctrico de las dos sillas, a la madera barata y sin pintar de la mesita.
Fabio alzó más la cabeza y acompañó los movimientos de Jorge con la mirada. Se esforzaba por pensar qué ocurría ahí en ese momento.
Jorge estaba de espaldas, mirando por la ventana; sonaron las teclitas del celular; seguramente intentaba ubicar al publicista. Fabio puso la frente en una mano y con el pulgar y el mayor apretó cada sien. Se distrajo de lo que hablaba Jorge, calculaba lo que sería una trompeadera entre ellos. Él era un poco más alto pero Jorge ganaba en todo lo demás: peso, músculos, decisión y frialdad; se puso de pie y deslizó las palmas contra los muslos, firmemente, sin asociar ese movimiento con los puñetazos de la mañana porque ni siquiera registraba lo que hacía.
Tosió repetidamente; Jorge se volvió; la cara partida por el celular; la mirada distante y seca.
Voy yo, voy yo —dijo Fabio con tono indiferente como si estuviera ofreciendo una ayuda desinteresada.
Jorge volvió a darse vuelta y cortó en segundos, sin que Fabio registrara lo que había hablado. Fue una coincidencia, che —dijo—, el tipo éste tampoco pudo ir, así que te espera a las quince ahí mismo.
Fabio sintió que algo debía decir: ¿En el bar del Centro Cultural? —ya no sostuvo la mirada de Jorge, ni le extrañó el breve lapso antes de la respuesta.
Por supuesto y, por favor, no hablés más. Hoy estás para decir una estupidez tras otra y te conviene concentrarte en la reunión con este chabón; te va a pagar por adelantado pero todo tiene que estar listo la próxima semana —Jorge habló rápido, simulaba indiferencia— Así que el sábado te vas a descansar a Diquecito, che. Yo arreglo con el director del penal, vos tranquilo.
No te va a ser fácil con éste, no te creás —quiso advertirle Fabio, al recordar el interrogatorio de cada mañana, pero Jorge bramó: ¡No hablés más te dije!
Le dio la espalda, no agregó ni un gesto y al salir golpeó la puerta sin asco.

Fabio encendió un cigarrillo y notó que había ensalivado el filtro. Quedó inmóvil y ausente hasta que reparó en la caída del cilindrito de ceniza y la colilla apagada entre los dedos; las lágrimas le aplastaban lamparones sobre la camisa.
Se lavó la cara, se peinó, colgó la toalla, estiró las cobijas y decidió que almorzaría antes de la cita de las quince horas.

Desde el descanso, antes del tramo final de la escalerita, vio al Yoruga: permanecía de pie tras el mostrador circular que le tapaba hasta los codos. El Yoruga lo miró compungido y Fabio decidió que almorzarían juntos.
Che, Yoruga, pedite dos sánguches de milanesa completos —le dijo y levantó la mano derecha con el pulgar alzado y sonrió. El Yoruga no dejó de mirarlo mientras encargaba el pedido al bar. Fabio encendió un pucho, convidó y consideró que el hombrecito raído, lento, de simulada sonrisa canchera, de última, considerando ocasiones, le caía bien. Le descubría algo diferente: un humor bonachón, oportuno, una disposición para dar una mano en cualquier momento y tarea; un tipo optimista que trataba bien y de igual a igual a cualquiera con la excepción, consabida, del que era excepción para todos; capaz de escuchar y de burlarse sin ofender. Pensó todo de un tirón, giró y se apartó inquieto, sin conocer la razón de sus absurdos pensamientos.


Cuerpeó de maravilla la reunión con el cliente: lo escuchó con paciencia, repitió de memoria la conveniencia de las películas sobre los vegetales, del papel más caro sobre el de menor gramaje, de los cuatro colores. Se mostró alerta, paciente, interesado como si lo escuchara, mientras el publicista hablaba de arte, de negocios y hasta de la propia familia. Arrinconados a la derecha de la entrada, contra el vidrio, la calidez del sol daba de lleno en la mesa y Fabio sentía el cuerpo entibiado y cómodo y se le hacía sencillo hacerle suponer al tipo que la estaba pasando muy bien; hasta que por fin el hombre se dio cuenta de la hora y dijo “lo convenido” —esa palabra usó— antes de meterse la mano en un bolsillo del saco y extraer un sobre que deslizó por el contorno de la mesa redonda, lentamente, con sonrisa de japonés que comete una travesura, sin que Fabio se turbara siquiera porque en ningún momento habían mencionado el precio, ni la forma de pago. El tipo se despidió con palmadas en la espalda y todo.
Fabio resopló discretamente y se levantó a buscar a Jorge. Preguntó a los habituales informantes y, entre evasivas, negativas y señales hacia la casa del fondo, fue deambulando por el Centro Cultural. Se alejó del bar, pasó por estantes de libros y carpetas y papeles; casi paseó por el pasillo observando los cuadros de los estudiantes de pintura y dibujo. De lejos avistó, cerca de la entrada al salón de teatro, a la secretaria de Jorge y empezó a hacer señas y dar largos y desacostumbrados trancos en dirección a ella que amagó escabullirse, pero no pudo. Está en reunión —dijo. Desde el lugar en que hablaban, la única voz que se escuchaba era la belicosa de Jorge, parecía discutir solo. ¿Con quiénes, la reunión? —preguntó y la mujer dijo no sé. Divisó al Yoruga, y sin más se fue hacia donde se lo veía, un excluido entre las mesas del bar.
Le ganó con la parada —Che, Yoruga, pasa algo fulero.
El Yoruga hesitaba: —Encontraron un feto en el inodoro de uno de los baños; en el piso dejaron una nota —anotició desasosegado, íntimo.
Sí, flor de joda —comentó Fabio con su tono cansino, como si fuera preocupación, como si supiera.
Estaba escrito con sangre, Fabi. ¿Te das cuenta? ¡Qué pelotas!
Decí mejor qué ovarios —corrigió Fabio un poco en sorna. El Yoruga tardó un segundo en sonreír— Decía que es del hijo de puta de Jorge. Ahora hay que ver de qué Jorge, entre tantos con ese nombre, ¿no?
—Andá a saber de quiénes, Yoruga. De la mina tampoco se sabe.
El Yoruga miró el piso y Fabio entendió que algunos sabían pero que a él no se lo dirían y ya tenía la pista. Jorge Sardoner, mi frater. Se dio vuelta sin decirle ni chau.
Una exagerada indignación lo decidió a salir a puras zancadas. Tomó un taxi hacia la Cooperativa; en el bolsillo llevaba el fajo grueso; miró a hurtadillas sin sacar el sobre: el publicista le había dado más guita que la vista a lo largo de su vida. Toda junta —cerró el sobre, palpó el bolsillo y se quedó apretándolo hasta llegar.

Esperó sentado en el tercer escalón, los codos apoyados en el cuarto, el pecho adelantado, una expresión inusualmente desafiante y empecinada. Mientras esperaba que llegara Jorge, había armado una frase y la machacaba sin pausa: no seguiré viviendo ni volveré a vivir como he venido viviendo.
La entrada del Yoruga lo sorprendió y no tuvo tiempo de improvisar, así que le soltó la frase con lentitud, sin alarde, con los ojos más abiertos de lo habitual y la pronunciación más clara. El Yoruga, avanzando, le dijo dos veces ¿qué? Pero no repitió porque no era para el desconcierto de éste que se había impuesto no decir otra cosa.
Se enderezó, bajó los escalones y apoyó una mano en la pared. El Yoruga dio toda la vuelta y se acodó del lado de adentro del mostrador: no te entiendo —dijo—, no sé qué trabalengua armaste, pibe y encima tengo la cabeza partida. Me vine cuando llegó la cana al Centro Cultural. Yo lo estaba esperando a Jorge pero hasta que no se termine el quilombo, aquél tiene que estar allá.
Fabio resopló como los presos-caballos y pausadamente dijo que se iba de la ciudad, que no podía seguir: no aguanto más a mi hermano, ¿no te querés venir conmigo, Yoruga?
Pasó un silencio lentamente.
Pensátelo bien, Fabi. Yo tengo las bolas llenas de algunas prepeadas de tu hermano pero la mano viene dura. No hay laburo y acá hay poca guita pero es algo. ¿O no?
Fabio se dejó resbalar apretado contra la pared y quedó en cuclillas, apoyó los codos en las rodillas y la cabeza en las manos. Así, el Yoruga, desde atrás del mostrador ya no lo veía; volvió a dar la vuelta para escucharlo de frente.
Como la verdad todos la conocen, no hace falta hablarla, Yoruga. Si la cana se mete en este lío a mí me cagan. Salta algo y estoy frito.
El Yoruga se encogió de hombros, se corrió despacio hacia la escalerita, se sentó. Pensaba tenés razón, ¿quién carajo sabe cómo es la posta de todo esto? y dijo: pero no, no tiene por qué joderse tu laburo acá. Aparte será todo formulismo, Fabi, como siempre. Retiran el feto, levantan un acta y después se muere todo en una pila de expedientes, pibe.
Fabio parece despreocupado de la presencia del otro; habla porque tiene que hacerlo, para darse ánimo, ordenarse los pensamientos: si alguien tiene una punta y puede joder a mi hermano, lo revienta, ¿y a mí? ¡ni hablar!
El Yoruga se adelanta, queda al borde del escalón angosto, haciendo un esfuerzo por entender la voz aplastada contra las palmas. Lo tienta decirle “sacate la papa de la boca, loco”; pero intuye que el horno no está para bollos.
 Igual no importa, porque Fabio se endereza, se para, saca los puchos y lo mira con esa cara joven, inmutable, como acartonada, los párpados ya entornados, gesto posta para esconder una furia difícil de discernir en la mirada súbitamente adormecida, paralizada, como si lo mirase con pupilas empañadas.
¿A qué hora largás acá? —Fabio cabeceó hacia arriba y el Yoruga entendió que hablaba de la imprenta. Se paró y se le ubicó delante. Y —respondió— como a las veinte, veintitrenta, más o menos, se van. Algunos tienen dos horas de viaje, imaginate.
Yo voy a prepararme el bolso. De última, me voy solo o te acompaño a preparar lo tuyo y de ahí nos largamos —Fabio ni preguntaba ni afirmaba, tentaba.
El Yoruga miró hacia la calle, todo lo que cruzaba por la calle o la vereda era fantasmal, nunca se podía calcular la hora con esa apariencia de atardecer que daban los enormes vidrios ahumados; miró hacia el piso, extendió la vista hacia el salón que de allí ni se veía. Pensaba que tenían que deliberar un poco pero también que el estado de Fabio no daba para planteárselo.
Preparo unos amargos, ¿querés? —se le acercó pero no llegó a tocarlo porque Fabio se abrió, caminó hacia la escalerita y empezó a subir.
Meta. Mientras tomamos los mates hablamos de qué hacer. Traételos al departamento, ¿oquey?

Mientras el Yoruga preparaba el mate sonó el teléfono. Corrió maliciando quién llamaba. Jorge Sardoner vociferó porque Fabio tenía el celular apagado y porque nadie sabía adónde carajo se había ido. Cortó entre puteadas, sin despedirse y, entonces, el Yoruga lo puteó a él, casi orgulloso de haberle mentido.

Subió al quinto pensando que le envidiaba el departamento a Fabio. Era un chiche; tenía una ventana que aseguraba luz en el cuarto todo el día; el baño hasta bañera tenía y la cocinita, estrecha, como un pasillo, con esa mesada pituca de mármol clarito con dos sitios ahuecados para sentarse a comer en los taburetes altos, como un mostrador de bar, y la heladerita empotrada debajo, el armario arriba, la cocina al final ahí nomás la ventanita. Este pendejo está loco, dejar todo esto. Claro que no es esto lo que no le gusta, se conflictuaba el Yoruga pensando en el mandamás.
La puerta estaba abierta; ¡¿Fabi?!,  gritó y lo sobresaltó el mal tono del ¡pasá! ¡y dejame de joder con eso de Fabi, ¿querés?!
La simple consecuencia fue que cebó los primeros mates en silencio mientras lo veía amontonar en una valija de esas de aeropuerto, con ruedas y todo, camisas, pantalones, zapatos, pulóveres, frascos, aerosoles, ropa interior, libros, cuadernos.
No te va a cerrar —se animó.
Fabio sorbió largo, por tres veces hizo carraspear el mate ya terminado.
Yo supe cuando empezó este siglo que acá no había remedio, pero justo en ese tiempo fue que apareció en firme mi permiso para las salidas laborales y me entusiasmé. Pero no doy más —dijo.
Fabio se sentó en la cama junto al valijón, medio de costado para mirar de frente al Yoruga.
No, flaco, viniste después —intentó recordarle, pero Fabio se paró, le devolvió el mate cabeceando negativamente, socarrón: Vine unos días después de que acá empezara el siglo; en la Argentina el nuevo milenio entró entre el diecinueve y veinte de diciembre del 2001. Esa pirotecnia real, pedradas, tiros, molotov, las fogatas en las esquinas, barricadas desde el Congreso hasta la Rosada, la caballería, ¿te estás avivando, no?; las cacerolas, la cana disparando a mansalva, los pibes desangrándose en las veredas de las cuadras más históricas del país.
¡Hasta a las Madres de Plaza de Mayo les dieron! —se entusiasmó el Yoruga—, la montada les tiró los caballos encima, ¿te acordás?
Si no me acordara, no te estaría hablando de esto —Fabio lo volvía al tema, impiadoso ante la emoción del otro que ha recuperado el recuerdo trágico y con el mate extendido y el termo bajo el brazo queda en un gesto de idiotez conmovedora.
Fabio le da cuerda al despertador antes de arrinconarlo en la valija.
Acordate que entonces nacen las asambleas barriales y los famosos clubes de trueque y faltaban calles y rutas para desplegar piquetes y manifestaciones y la mar en coche —remató Fabio con un vozarrón que era una casualidad en él.
Intentos de organización —atinó con tono conciliador el Yoruga que seguía en la misma pose.
Bueno. —Fabio hizo el primer amague de cerrar el valijón pero era imposible— En ese tiempo se pensó lo de esta cooperativa, pero no entre muchos, ¿vos estabas? —el Yoruga no tuvo tiempo de articular— Ni yo lo supe hasta hace poco. Atando cabos, loco. Si te ponés a revisar, acá los ocupados seguimos siendo desocupados, ¿o no? Somos nada, no existimos. Esto es un negocio y el bizcocho se cocina a puertas cerradas. En pleno centro, ¡date cuenta!, editando libros de la zurda y folletos de empresas privadas y esta papelería que me pagaron hoy, que aunque te quedés y mirés hacer toda la impresión y la veas salir empaquetada, no vas a adivinar cuál es el negocio, de quiénes ni por qué se hace acá.
El Yoruga optó por chuparse el mate.
Fabio se concentró en acomodar la montaña aplastando, extendiendo, reubicando.
Dejame que te diga algo, Fabio —remarcó la totalidad del nombre—; yo valoro lo que siguió al 2001; las asambleas populares y todo lo que dijiste vos —Fabio continuaba batallando con la valija, ahora tironeaba del cierre, con una rodilla encima de la tapa, no parecía concentrado en algo más—; todo eso mostró que teníamos solidaridad, ¿no vale eso? ¿No vale que hay fábricas recuperadas?
Vale, —dejó de intentar lo imposible, se incorporó y el Yoruga le notó una molesta pena en la mirada— pero no hablemos de la generalidad; hablemos de lo que hablamos. Esto no es una empresa recuperada. ¿Me captás? No te voy a explicar por qué, pero esta mañana supe que me tenía que largar. No hoy; lo que me hizo ver que era hoy o nunca fueron las caras en el Centro Cultural. Esto, la Cooperativa, nació de aquello. Para hacer negocios hay que saber hacerlos, Yoruga.
¿Querés mate o no, Fabio? Mirá que tengo que hacer una recorrida por abajo y también ver qué pasa en la imprenta.
Fabio lo miró como si recibiera una noticia inesperada. Se encogió de hombros, le dijo que dejara nomás, que fuera, que dejara el mate, que él se cebaba, y cuando el Yoruga estaba saliendo le preguntó qué decidía: ¿te vas o te quedás?
Nos vamos juntos; yo también tengo los huevos llenos de algunas rarezas de acá —contestó.

Ya estaba por la escalerita y sentía un gran aburrimiento, como si lo estuviera alcanzando la vejez. No le había contado a Fabio el llamado de Jorge; una forma de ir haciéndome cargo, se dijo. Nos vamos en la Fiorino, se la afanamos y le afanamos la guita ésa que es por lo que lo anda buscando.
Pasó por la imprenta; la muchachada laburaba parejo, ¿convencidos de que cumplen una tarea de socialismo, de que todo está en sus manos, de que es control obrero? —se planteó difusamente, ni afirmando ni negando. Una ola de ternura le arrancó un suspiro, inaudible entre las fotocopiadores, las guillotinas y las prensas a toda marcha; casi todos le devolvían la sonrisa desinteresada y decidió un gesto expresivo: cerró el puño izquierdo y adelantó el brazo con el codo semidoblado, y dio un golpe en el aire acompañado con un cabezazo de asentimiento: ¡muy bien, compañeros!, ¡vamos muy bien!
Se iba. En la recorrida por abajo, metió algunas pertenencias en bolsas, acomodó trastos, guardó los artículos de limpieza y ordenó sillas y mesas. Emprolijó el escritorio diciéndose seria y solemnemente: no me ve más el pelo; ¡qué se cree ése!, lo que me gano acá me lo gano allá y en cualquier parte.


Fabio baja con el valijón, el termo y el mate. El esfuerzo, el apuro, el miedo de que alguien aparezca le baña la cara; deja todo sobre el mostrador y se seca con el revés del gabán. Rejemos, Yoruga, —dice— rajemos —repite como si fuera un santo y seña.

Ni una palabra más; se acomodan en la Fiorino estacionada ante el portón, a la izquierda, junto a la puerta de entrada de la Cooperativa.
Viajan en silencio hasta llegar a Burzaco.
Fabio lo sigue por un pasillo angostísimo y se demora cuando desembocan en un patio rodeado de puertas desvencijadas; se queda mirando los macetones donde unas plantas dudosas, como excluidas de toda nominación segura, luchaban con la muerte, otras ya hacía años que habían sucumbido y seguían allí porque no sirven ni para leña —pensó. Se acercó a la puertita abierta por el Yoruga y extendió la voz hacia adentro: ¡te espero afuera!; quiso evitar oídos extraños, consciente de que desde otros interiores lo observaban.
Mientras volvía hacia el pasillo, una mujer en solera, obesa y bamboleante, salió desde la oscuridad de un cuarto y quedó enmarcada. Fabio sintió el empujón de esos ojos secos.
En la vereda, encendió un cigarrillo y decidió fumarlo en la camionetita. Al cerrar la puerta vio que un grupo salía del conventillo, les dirigió una mirada rápida y se acomodó de frente al parabrisas. Eran cinco o seis niños y una mujer joven con calza negra y buzo gris o desteñido; se gritoneaban; los chicos de unos doce años a los de siete o seis y uno más pequeño que, tal vez, alcanzara los tres añitos, chillaba enfurecido aparentemente contra nadie o contra todos, como la mujer. En segundos sintió los golpecitos en la ventanilla; giró las órbitas sin moverse, el chico volvió a golpear y oyó claramente: ¿no tiene una moneda para comprar comida, don?
Estiró la pierna para hurgar en el bolsillo, desvió la cabeza hacia el llamado; ya había dos. Oscuros o sucios, más bien las dos posibilidades, ambos mostraban varias capas de ropa: cuello de remera, buzo, chaleco, saco de lana o hilo; ajadas ropas que chingueaban de todos lados y les acentuaban la apariencia de desabrigados, de hambrientos y de roñosos.
Tenía varias monedas, tanteó tratando de adivinar cuál era de veinticinco centavos; le volvieron a golpear el vidrio, a repetir la pregunta; tuvo la seguridad de que seguirían golpeando y sacó la moneda mientras manipulaba la manija para bajar el vidrio. Era de un peso; la ofreció igual; el niño que ya aplastaba la cara al vidrio, a un tiempo la tomó y codeó al que estaba pegado a él, giró y salió corriendo. Todos rajaron tras él.
Fabio cerró el vidrio, puso la traba de la puerta y se reacomodó sin destensarse. Por primera vez en el día le cruzó la duda. Nada tenía tanta levadura como la miseria, ni tanto dinamismo, se extendía dispuesta a atrapar a muchos más, cada día, y seguiría creciendo, ahogando.
Recordó al capellán de la prisión con quien, por indicación de Jorge, había conversado tanto los últimos tiempos hasta obtener el derecho a la salida laboral; bueno, reconoció, más que conversar con el cura se sometía a los monólogos sacerdotales matizados con largos silencios mientras caminaban por el patio de la capilla, los pasillos hasta su celda o sentados por ahí. Algunas frases le sonaban intactas, tal vez la repetición, la insistencia del padre Aníbal que siempre decía más o menos lo mismo: “Fabio, te has acostumbrado a vivir en la adversidad y las costumbres son difíciles de abandonar, hijo.”
Tardaba el Yoruga; ya tenía ganas de prender otro pucho y acababa de apagar. Se revolvió en el asiento, miró hacia la entrada del conventillo y agarró los cigarrillos.
¿Qué significaría esa frase del cura en este momento? En aquellos días sonaba más clara; ya cumplidos los dos tercios de mi condena, Jorge aceleraba el asunto, establecía contactos. Ya Jorge le había dado la noticia: manejaría la imprenta de la Cooperativa; tenía los papeles necesarios, legalizados con ayuda de organizaciones de derechos humanos y algunos abogados amistosos, políticos de relativo prestigio y dos comisarios de estrecha confianza. En aquel tiempo esta información lo reanimaba, ahora lo contrariaba.
Pitó largamente y se esforzó en recordar algún otro argumento. Ya estaba oscuro, las lámparas amarillentas al final de las cuadras levantaban sombras movedizas. Un sonido ambulante, mezclado con voces se acercaba: a unos metros los cartoneros empujaban los sobrecargados changos de metal y carritos de madera caseros y conversaban ruidosamente sin escucharse entre ellos.
La miseria callejera le ubicó los pausados consejos del cura: “Hijo, para cambiar de vida, superar la carga del pecado, descubrirle un sentido a tu existir, tenés que desplegar dos virtudes: paciencia y autocontrol. No importa que no creas en dios; si el Señor ve tus cambios, te proporcionará cambios.” Bueno, ¡qué mierda! —se dijo— paciencia y autocontrol tuve de sobra; ahora el Señor me proveerá cambios.
Los cartoneros pasaban del otro lado de la calle; varios miraban hacia la Fiorino con insistencia; cuando lo distinguieron, algunos niños recibieron órdenes y cruzaron la calle a golpear el vidrio y pedir las consabidas monedas
Fabio negó con la cabeza hasta que, convencidos de que sería el único gesto, le mostraron el dedito mayor alzado, le patearon el auto y le gritaron hijo de puta.
Se estremeció: recordó el encuentro con su madre y se reafirmó en la señal. Era tiempo de cambios; ya verá el Señor, padre Aníbal; lástima que me voy sin despedirme.

Mientras él ya fumaba el tercer pucho, apareció el Yoruga; estaba mejor vestido, se esforzaba con los dos bolsos, uno colgado del hombro, otro en la mano izquierda, el termo bajo ese brazo; avanzaba con el brazo derecho semiestirado hacia arriba y en la mano el mate, como si fuera un regalo valioso.
Está a punto —dijo y se lo pasó—, nos van a venir bien unos amargos. Ahora llenamos el tanque y calculo que en Zárate recién paramos, meamos, cenamos, seguimos, ¿oquey?
Fabio asintió tragando con el mate su disgusto por la espera.
Durante un largo rato matearon en silencio; Fabio miró la hora: faltaban diez minutos para las veintitrés. Se terminaba el día nomás. Pensó en su mamá en ese instante preciso en que la descubrió casi inmóvil en la luminosidad de la mañana y lo atravesó con el brillo de las pupilas juguetonas.
Ella lo estaba cuidando, al fin. Se dio vuelta, mirando entre los dos respaldos. Le llegó un leve aroma que no aspiraba desde la adolescencia. Observó intensamente el asiento trasero y comprendió que la presencia invisible, transparente, era una prueba de reconciliación.
El Yoruga notó algo raro, un estremecimiento de desvalido en Fabio. Lo miró y tuvo por seguro que nunca sabría del muchacho ni como para compadecerlo. Optó por romper el mutismo: Che, Fabio, ¿tenés alguna idea? No sé, de futuro, ¿qué pensás hacer?
Tardó en responderle; la respiración alterada por el aroma materno le enronqueció la voz: Mirá, Yoruga —dijo cuando el otro ya no esperaba respuesta— si digo liberación vos pensás pelotudeces pero la verdad es que yo pienso que mi liberación es una cuestión de astucia, ¿cómo decirte?, una mezcla de falta de moral, de prudencia y de extremado autocontrol. Por ahora, la mía es ésa.
El Yoruga le mangueó un cigarrillo y la pensó bien antes de decirle: no te entiendo, así como así, digamos; si te quedabas a trabajar ahí ¿cuál era la diferencia?, digo.
Eso no era para mí, Yoruga.
Fabio acomodó la espalda contra la puerta, como buscando el imposible de mirar de frente al conductor; el Yoruga lo relojeaba y asentía con la cabeza como para darle ánimo. En el Centro Cultural, ponele, —sacudió la mano con las yemas de los dedos juntas, en gesto de pregunta— ahí varios me ponían cara de jueces suspicaces, no sé si envidia o qué.
Envidia, seguro —dijo el Yoruga.
Otros, ponele, con eso de compañero de acá, compañero de allá, ¡a mí!; curiosos chusmas y algunos con la esperanza de que les dé una mano, un laburo. Y después, en la Cooperativa, Yoruga, los demás. Esos pibes, las pibas, quince, dieciséis, diecisiete años, con esa sonrisa congelada, para caer bien, ni hablar saben, tienen miedo o vergüenza, no se oye qué dicen, no se les entiende. Y perdoná: los buchones de mi hermano que dicen a todo que sí.
El Yoruga pregunta como si se tratara de otro: ¿y por qué perdoná me decís?
Fabio sigue recostado en la puerta, lamenta para sí que ya el mate se lavó y la poca agua del termo está tibia; en oleaditas el perfume vuelve a cruzársele, se sonríe, cómodo.
Mirá, Yoruga, ¿sabés las veces que oí a mi hermano putearte?; más de las que lo oíste vos y ¿cuántas veces te oí pararlo, contestarle algo?, ¿cuántas veces le paraste el carro?
El Yoruga casi lo interrumpe, pero Fabio se impone: ni una vez, viejo. A mí sí me podés mirar, a Jorge no lo mirás, aunque no te des cuenta, es así y de eso no salís más. ¿Sabés por qué?, porque mi hermano confía únicamente en sus propias impresiones. Es así; nada más cuenta. Si la primera vez que hablaron le impresionó que sos un boludo, todo lo que esperará es que le confirmés eso. Y no te deja salida, no te permite ser más que eso, un boludo. Por eso no la pifia jamás.
El Yoruga se encoge de hombros: puede ser —dice— pero vos tampoco le contestás mucho y sin ir más lejos, mirá, te vas huyendo, gambeteándolo, lo plantás, le afanás la Fiorino, la guita. Y no te critico, te ayudo. Tu hermano siempre mostró la hilacha, che, pero.
Fabio no lo deja seguir; se reacomoda en el asiento, hace un gesto que es ¡basta! con las manos: No quiero hablar más de Jorge, Yoruga, y menos sacarle los trapitos al sol, con lo hecho ya está bien.
Quedaron en silencio. Fabio observó la ruta, se sintió lejos de la capital. Fuera del alcance. Soltó una risa breve y sacudió la cabeza; el Yoruga lo miró y el perfil inmóvil le hizo comprender que la ola de alegría no lo incluía.
Una bandada de pájaros cruzó casi rozando el techo del vehículo que iba adelante, una ronda de graznidos se estrelló en el parabrisas, invadió la cabina, le tensó los brazos al Yoruga que sintió el mal presagio y resolvió que no tenía sentido comentarlo. Si a éste le da lo mismo —pensó—; total, si a lo mejor los pájaros tratan de avisarme que estoy viajando con un mal presagio. Los Sardoner son dos pájaros de mal agüero —se recordó.


Nada, fuera de algún suspiro o carraspeo, rompió el silencio por un tiempo de alta velocidad.
El Yoruga, influenciado por los pájaros durante largo rato, pensó mal de los dos Sardoner como si fueran uno solo; después le despuntó el remordimiento. Aunque esta amistad sea efímera está motivada por el miedo de nosotros dos hacial el otro —la reflexión lo reconcilió inmediatamente; tiró una mirada hacia el costado, con sonrisa interesada en atraerlo hacia algún tema o divagaciones sin sustento, de hermandad y punto.
Fabio había estado relajado, casi en duermevela, abandonado a mirar el pasto, las sombras, las luces suspendidas en la noche; por momentos se había exigido pensar en qué era y qué quería ser pero la solidaridad con el paisaje le producía más satisfacción y ternura para consigo mismo. El que conducía fue nadie, suprimido de su presente. Tanta paz le fue llenando la boca de saliva y al tragarla disfrutó; más que reconocer que el hambre lo hostigaba, percibió  una sensación de placer, de lágrimas dulces. Por unos instantes tuvo conciencia de una valentía propia, raquítica pero toda suya; expandió el pecho aspirando el aroma de una compañía extra que sólo el conocía y se supo digno de su libertad.
Notó la mirada del Yoruga; al descubrirlo se le impuso una gratitud voluntaria y sincera. Estiró el brazo izquierdo y le palmeó el hombro; abandonó la mano allí.
Che, Yoruga, cuando lleguemos adónde sea que vamos, nos dividimos la guita mita y mita y si te parece, festejamos en el casino, si hay.
No, yo paso. No soy de casinos ni de timba. Yo prefiero un quilombo, una buena puta, o dos —respondió el Yoruga. Y continuó, fuera de tema: Ya estamos muy cerca de un parador. Después cruzamos; no vamos a tener problemas, los papeles están en orden; tengo tarjeta verde a mi nombre.
Igual yo. Ni sé para qué pero Jorge me hizo hacer el registro, la tarjeta, nunca rendí ni firmé algo, yo apenas manejo y, la verdad, para la mierda; por eso no te ofrecí turnarnos, ¿entendés? —aclaró Fabio.
Si tu hermano llegaba a sospechar esto, ni vos ni yo tendríamos papeles. A propósito, ¿no pensás que ni bien descubra el fato nos tira una jauría encima? —sin miedo, el tono del Yoruga incluía curiosidad por lo que consideraba seguro.
No me parece; se va a cabrear pero no. Va a aceptar que perdió; no va a planear perseguirnos; va a inventar algo para los demás y él mismo se va a convencer de que nuestra huida le convenía. O no sé; por ahí tenés razón vos. No me calienta. —Fabio volvió a reacomodarse en el asiento, cruzó los brazos— Mirá, Yoruga, a mí no me preocupa mi hermano, me preocupa la Rosamonte, que es la única que se deja tomar. Tu yerba la aguanto pero me reafirma el gusto por la otra; ¿dónde mierda voy a encontrar mi yerba? Nunca más.
Fabio, yo te creo lo de tu hermano; vos lo conocés de toda la vida. Pero igual te digo: hay que revisar lo que hagamos, cada movida desde que lleguemos, por los cuatro costados, —el Yoruga seguía en su tirante desconfianza— ¡se va a rechiflar el cabrón!, ¡por la Fiorino!, ¡por la guita!, ¿qué te creés?
Qué te preocupás al pedo, loco. Meté la cabeza en cómo vas a resolver tu vida. El laburo. Eso es importante; hay que ser rápido como trazo e’firma. Yo a lo sumo con vos me quedo tres días; después sigo solo. La Fiorino es tuya, Yoruga. Aunque vos no lo puedas entender, somos tres los que nos estamos salvando para siempre. Algo es algo —dijo Fabio vuelto hacia los bolsos desparramados en el asiento trasero, con una sonrisa cómplice que no estaba dirigida al Yoruga.


María Delia Matute
2004