LABERINTO
(un cuento de
María Delia Matute)
"Para Stella,
porque sólo ella podrá distinguir los
relumbrones
de la realidad en
medio de la fantasía
y porque sabe y
comprende que únicamente
la segunda nos ayuda
a soportar lo absurdo
y doloroso de la primera".
El Chino se sentó en la cama.
Dany le rodeó los hombros con el brazo derecho, lo atrajo contra su pecho, le
besó la rente y la cabeza y lo espolvoreó de susurros. El Chino se dejó y
acurrucadito decreció en años, en virilidad, en salud. Por un momento
propiciaron un ensamblado casi perfecto, llamativamente estético.
El brazo izquierdo de Dany tenía
la aguja del suero. Junto a la cama, el pie metálico sostenía dos sachets y los
canutos plásticos de cada envase se unían medio metro abajo al tercero,
larguísimo, insertado en el brazo de Dany. La unión entre los tubitos estaba
hecha con un codito de plástico rojo que parecía un adorno para alegrar la
vista.
Dany estaba muy enferme, atrapado
hacía años y cada crisis lo disminuía y lo abollaba otro poco. Debía sentirse
mal, pero intentaba sostener la dignidad vital hasta el fin, aunque los
párpados permanecieran irremediablemente a media asta.
Dany retuvo a su Chino un ratito,
le pestañeó con intención, le hizo un mohín, agregó algún beso más y le dio dos
palmadas de ánimo con la mano del brazo en que se perdía la aguja, afirmada con
dos tiras adhesivas. Nos miró y lo soltó justo en el momento en que entraba un
hombre petisísimo y gritón, vestido de gris; caminaba como si se le hubiese
perdido algo, pero sólo buscaba cambiarle las bolsas a los tachitos de basura.
Nos movimos para dejarlo pasar y
creo que todos aprovechamos para echar un vistazo al moribundo de la otra cama.
Según rumores de enfermera, era hijo de un coronel y se moría abandonado a su
mala suerte porque, al menos en la Argentina, los militares no vistan hijos
descarriados que se mueren de SIDA en esos apartaditos de tres por tres del
Hospital de Infectocontagiosos Doctor Muñiz.
Yo apenas vi y volví la vista
hacia Dany que me observaba divertido y se le notaba en la pupila. Tiene esos
ojos grisverdeacero que hacen juego con la picardía, el entusiasmo, la
intuición y la astucia. Sabía que yo estaba malcontrolándome, exigiendo mesura
a mi curiosidad y que un tipo entremuerto y las caricias entre homosexuales me
acuciaban. Le sonreí pero no le inspiré piedad.
El de la limpieza salió
encorvado, siguió así por el pasillo y le gritó a un enfermo que iba
arrastrando las chancletas hacia la salida: “¡si te veo fumando, te arranco la
cabeza! ¡Y tenés tres minutos para volver a la cama!”.
Vi pasar al tipo y comprendí.
Llevaba un pucho en la oreja, insertado entre el pabellón y el cráneo. Era toda
una exhibición en esa cabeza de calavera viva, cubierta de piel, sin carne. En
serio: ni en la boca le quedaba encarnadura y alrededor de algunos dientes, los
labios parecían un volado. Llegar afuera le costaba un triunfo, pobre;
respiraba con la boca abierta, tenía los ojos desmesurados y no conseguía fijar
la mirada en lo que quería, sino que los globos perdidos iban oscilando en las
órbitas. De atrás me recordó patente un espantapájaros que construimos de
chicos con una percha, unos palos, camisa y pantalón de mi viejo. A este
espantapájaros humano le faltaba el volumen de la cabeza de aquel otro, que se
la hicimos con un globo, me acuerdo, y la cabellera, copiosa, de lana y
también, el sombrero de paja.
Me dieron ganas de seguirlo.
Fumaría caminando bajo los árboles gigantes que hay entre los pabellones del
Muñiz y rendiría en cada pitada un homenaje a los buenos momentos de la vida,
ese apenador de pájaros, que ya no daba más.
Resistí la tentación de ir tras
él y me di vuelta, observé al recoge-basuras que seguía vociferando, molestaba
con intención, provocaba por gusto, mientras entraba a los apartaditos uno a la
derecha, otro a la izquierda. Caminé un poco por mirar, había pocas visitas
pero casi todos tenían alguna. Desde la cuarta pieza a la que me asomé, tres
personas sentadas en la misma cama me miraron severamente y no supe cuál era la
enferma. ¡Mi madre, aquí todo es premonición de lápidas!, pensé. Giré para
volverme, el silencio me apuró. Otra vez oí al de la basura que amenazaba a
alguien: “ya vas a ver, vas a ver la que te espera”. Entré donde mi enfermo.
Dany estaba de pie, contaba otra
vez su vuelta a la conciencia en terapia intensiva y su histrionismo la volvía
cada día más graciosa. Se movía actoralmente, seductor como siempre y agitaba
la cuerdita transparente por la que circulaba el líquido invisible. El codito
rojo saltaba al compás de su brazo. ¡Qué bien lleva las cosas!, pensé. Me había
apoyado en el marquito de la puerta, de espaldas al pasillo y me agarró un
escalofrío súbito que me hizo taconear y disculparme. Simulé un resbalón. Sentí
que alguien iba a morir ya mismo y le eché un vistazo rápido al hijo del
coronel. Sin embargo le faltaba; era evidente.
La muerte por aquí se llega de
tanto en tanto, no es tan asidua como uno supone. Los tiene tan asegurados que
se distrae, se la espera todo el tiempo y eso le quita ganas, no tiene cómo
hacer despliegue de su sorprendente jaque, el factor sorpresa causa efecto muy
rara vez y entonces hay días que los deja ahí, casi muertos, sin pasar a
buscarlos.
Mientras pienso estas tonteras,
Dany que no cree en mi resbalón m está mirando y me interroga sonriente: “-¿Te
sentís mal?, ¿querés salir? Falta poco...”. Está hablando del horario de
visitas, pero suena dobleintencionado.
Me habría ido sin duda, pero
empezó el quilombo: los gritos, uno tras otro, las corridas, la confusión. Las
visitas empezaron a asomarse, salieron al pasillo. Lo que fuera había ocurrido
al fondo, en la anteúltima o última piecita. Por la puerta de acceso, que a
nosotros nos quedaba ahí nomás, entró un grupo de gente de blanco, hombres y
mujeres. Abrieron las puertas vaivén al mango y cuando las soltaron, como están
vencidas por años de uso, las dos hojas se golpearon, rebotaron, se volvieron a
golpear y habrían seguido así por horas, creo, si no las detenía el cana. En el
hospital Muñiz se interna también a los presos con sida, así que la yuta es ama
y señora, más o menos como en todas partes donde esté, pero era difícil
imaginar cuántos policías andarían rondando en esa ciudadela de enfermos. Por
donde entramos los visitantes hay generalmente dos o tres que parecen
compulsados a exponer sus opiniones sobre fútbol, siempre las mimas, apenas
remozadas por el último partido, dichas en voz alta, prepotente.
Pensando estas cosas, yo miraba
al cana que, ubicado frente a las peurtas, observaba cómo se amontonaban
visitantes, enfermeros y enfermos en el pasillo. Los primeros gritos dieron
paso a cuchicheos azorados. Resumiendo, para entender el clima: de “se murió
alguien” pasamos a “asesinaron a uno”.
Decidí tomarme las de Villadiego.
Dany había traído el pie del suero hasta la puertita y casi me lo llevé por
delante al darme vuelta. Parecía el único saludable del grupo; todos nosotros,
incluido el Chino, desfallecíamos. Antes de que yo dijera algo, Dany me adivinó
la intención y me aconsejó: “-Ni siquiera intentés salir. ¿Para qué creés que el
cana se paró ahí?”
Era obvio.
Cuando el grueso de policías
entró para llevarnos a todos, menos a los enfermos, de alguna manera estábamos
enterados de lo que nos esperaba. Indignados también, pero resignados porque no
había más remedio.
Pensé que nos llevarían en
patrulleros, pero nos metieron en camionetas cerradas de la Federal, de ésas
que uno ve siempre apostadas en las cercanías de alguna marcha política o de
protesta.
Antes de que nos ubicaran, una
mujer que hablaba hasta por los codos, nos aclaró que al tipo asesinado le
había quedado el cuchillo clavado en el pecho. El mango del cuchillo, dijo, era
negro, grande y resaltaba en medio de tanta sangre roja; eso aclaró: roja.
Durante el viaje nadie parecía
preocupado. Ni los policías, ni los detenidos, que en la jerga precisa éramos
demorados, según el Chino y los otros amigos de Dany. Me abstuve de opinar,
porque como en la Argentina nos hemos vuelto experto en eufemismos y nos
entretiene referir la realidad con nombres falsos, no sabía a ciencia cierta en
qué categoría entrábamos y aunque muchos sacaban a relucir con cierto orgullo
lo de testigos, yo, en el fondo, sospechaba que éramos presos y puntos,
extrañamente tratados con guantes de seda por la Policía Federal Argentina.
Nada menos.
Por el trayecto supe que nos
llevaban al Departamento Central y deseé, aunque fuera descartable y sólo para
la ocasión, un espíritu aventurero que me ayudara a aguantar el trance, pero
sabía que algo me iba a salir mal y empecé a sospechar que ni espíritu a secas
tendría.
Estacionamos, bajamos, entramos,
nos sentamos donde nos indicaron y nos pidieron los documentos. Luego nos
llamarían a declarar y nos íbamos.
La intuición de que algo me
saldría mal dio paso a la certeza. No tenía el DNI y ni había pensado en que me
lo pedirían.
El que retiraba los documentos
parecía un chico de la secundaria disfrazado de policía. Cuando le dije que
andaba sin documento, me miró confundido, como si le estuviera arruinando los
planes a propósito y dijo: “¿qué hacemos?”; “comuníquelo”, le sugerí. Reaccionó
con alivio, “espere”, ordenó. Llevó los documentos de los demás y tardó en
regresar para que lo acompañara.
Al recinto daban varias puertas,
todas iguales. Me indicó pasar por una y seguir por un pasillo en el que, de
trecho en trecho había más puertas idénticas a las otras. Esa similitud me
provocó malestar. El término laberinto siempre me sugería trayectos curvos pero
en ese edificio mi concepto me pareció ridículo por simplista.
El canita abrió una de las tantas
puertas, me invitó a pasar y otra vez dijo “espere aquí”, ahí mismo se abrió
otra en la pared de enfrente y entró un policía tipo estándar, del modelo
reconocible hasta sin uniforme.
Me autorizó a telefonear para que
alguien trajera mi documento y se sentó frente a mí como para hacerme
comprender que la autorización era una orden. Cuando conseguí comunicarme y
pude arreglar, me hizo una seña y me fue diciendo, como en secreto, dónde
debían entregarlo, “por la entrada de Moreno”, dijo el morocho y con cabecero y
una ojeada al tubo, indicó que repitiera. “Que diga en esa entrada que le
entreguen el documento al oficial Figueroa Gerónimo”, esperó que lo dijera,
“Figueroa Gerónimo”, volvió a decir y a indicarme repetirlo. “Que sea antes de
las veintidós”, esperó hasta que también dije esto y luego agregó “a esa hora
me voy” y ya no gesticuló, como si le fuera indiferente que lo repitiera o no.
Se paró y salió. Cuando terminé
de hablar, mi rigidez de espalda ya dolía. Traté de recordar un artículo sobre
respiración yoga del Viva del domingo para practicar un poco. Inútil. Lo había
leído con atención pero recién en ese momento comprendí que no enseñaba, como
parecía, sino que elogiaba los resultados de la práctica. Me prometí
inscribirme en algún curso y seguí contracturándome. No tenía miedo, pero la
cabeza me estaba jugando una mala pasada.
Quién sabe desde qué rincón
extraño, la memoria recuperaba intacta, como conservada en formol cerebral, la
sensación de aquellos días. Ni yo mismo me explicaba. No el recuerdo de la
anécdota, sino la vivencia emocional. Estaba sintiendo lo sentido.
Una revuelta de tripas que
intentaban digerir lo que el cerebro rechazaba, me obligaba a resistir las
náuseas, a controlar la diarrea cerrada. Ni el sueño aplacaba las vísceras
erizadas, ni la obligación de disimular diluía la tensión de mis facciones
plastificadas. Pensar era peligroso y no pensar, por imposible, aplanaba con
dolor el cerebro. Había sentido hacía años, y estaba sintiéndola otra vez,
nítidamente, la vibración de lo que acordamos en llamar alma, mi conciencia
vital arrugada y crujiente dolía asustada.
Acá los trajeron. Acá se lo
quedaron al Gallego; de acá no salió más. Este pensamiento había intentado
interceptarme cuando me entretuve con lo del laberinto y zafé. Pero al final,
me dejé ir en eso. Tal vez el Gallego se extravió entre las puertas de esta
mole, distraído como era.
Éramos, en realidad. Aunque a esa
altura de las cosas ya no. Porque llamo distracción a esa blandura con que
sosteníamos la vida hasta que la dictadura del ´76 nos obligó a aferrarla de
otro modo.
La puerta se abre y me sacudo con
la columna hecha un resorte endurecido. Es el policía-pendejo que debe tener
orden de vigilarme. Sonríe. “El oficial Figueroa ya viene”, me dice y sale.
Aquella noche, ya estábamos e el
´77, ellos se reunieron en lo del Gallego Fragas para preparar el final de
Lógica. Yo decidí no presentarme porque mi viejo se estaba muriendo y toda la
familia achicaba los compromisos para ocupar el tiempo en atenderlo al pobre.
Como a las tres de la mañana
entraron tipos armados, con y sin uniforme policial y se los llevaron a los
tres: Fernando, Esteban y el Gallego. A los dos primeros los largaron esa misma
noche. Fernando y Esteban afirmaron siempre que los llevaron al Departamento
Central.
Unos días después, Fernando
acompañó a la familia del Gallego hasta acá mismo, como testigo, y a las pocas
horas le aseguraron por teléfono que si no se callaba era boleta. Se calló, qué
iba a hacer. A Esteban la propia familia lo sacó del país antes de que hablara
de lo que había que callarse.
Ninguno se presentó a aquel
examen, mi viejo se murió y yo ni retomé la facultad.
El oficial Figueroa abre la
puerta con ímpetu, como en un apuro. Trae unos papeles y me explica que tomará
mis datos para ir adelantando. Después declaro ante el comisario y chau. Cuando
me traigan el documenta; más vale.
-Parece que fue un pariente, che.
El hombre estaba muy jodido y lo liquidó para que no sufra. Seguro.
Me cuesta saber de qué habla. La
historia del hospital y de cómo vine a dar acá me parece más lejana que los
días en que desaparecieron al Gallego y se murió mi viejo.
-Yo tuve un medio pariente acá
–le digo.
Es un impulso ciego, la certeza
de que la columna no se me va a destrabar si no arriesgo.
El oficial hojea las planillas,
“¿acá?, ¿en el departamento?” pregunta sin alzar la vista.
-Era medio pariente de mi madre y
estuvo hace años, no sé ahora... Fragas, Juan. No sé si era Juan a secas, le
decían Gallego Fragas.
Callé por prudencia. Me llegaba
el olor a transpiración del morocho, antes no lo había notado, sin embargo olía
añejo, decantado en el uniforme. Me dio asco.
No insistiría con el tema, si él
no respondía, ahí quedaba.
Preguntó mi nombre y apellido y
mientras escribía dijo: -Yo hace una punta de años que estoy acá y no he
conocido un agente de ese apellido.
Yo, nada.
Me pidió el domicilio.
-¿Por qué tiempo más o menos
habrá estado en el departamento?
-Uuhhhhh –la exclamación me
alivió la espalda, me acomodé en la silla. El oficial me estaba mirando. –Hace
veinte años.
Me preguntó algo más para la
planilla y, mientras escribía, dijo:
-Espasandino. Seguro el comisario
Espasandino estaba por entonces.
Yo dije: -Aaahhh, y me distendí
otro poco.
Terminó de anotar los datos y
yéndose confirmó: Fragas, Fragas Juan, ¿no?
Cuando cerró la puerta me paré,
me estiré y di unos pasos par un lado y para el otro.
Descubrí que desde que entré
allí, le había dado la espalda a un retrato del General San Martín. Me entró
alegría, me le paré de frente. Era la cara que uno venía viendo sin parar desde
el jardín de infantes, cada día, en algún momento, a veces ni se da cuenta de
que lo manosea en algún billete. Alguna vez leí unos versos que destacaban la
mirada de águila de San Martín. Le miré detenidamente los ojos al hombre del cuadro
y quedé pensando que no hay bicho con mirada más humana que el águila,
entonces.
Entró el oficialito y le pregunté
si no tenía un cigarrillo. Dijo que me conseguiría uno y salió. Hacía años que
yo había dejado de fumar, porque es malísimo para la salud, aunque en ese
momento decidí que fumaría, consciente de que igual la salud se me estaba
arruinando a fondo.
Volví a pensar en el Gallego.
Fumaba como loco; recordé que decía qu en los buenos momentos, el pucho
redondea la felicidad y que en los malos, cae como un apretón de manos.
Quedaban los otros, los que no son ni buenos ni malos. En esos, el faso
sostiene la capacidad de reacción para cuando haga falta, decía.
El canita volvió con el
cigarrillo pero no tenía fuego, se disculpó y salió a buscarlo.
Cuando el golpe de estado, el
Gallego y todos los demás éramos muy jóvenes, el colmo de jóvenes. Si él
hubiera estado en mi lugar ahora –pensé, recuerdo patente–, ahora que no soy
joven, ¿haría lo que hice? No podía pasar horas ahí, dialogar amistosamente con
los uniformados y no mencionarlo siquiera. En estos veinte años aprendimos a
decir las cosas de otra manera, Gallego. Consideré mejor esta agachada,
digamos, a no hacer mención. Eso no.
Cierto que si le decía a
Figueroa: “yo tuve un amigo que lo desaparecieron acá mismo durante la
dictadura”, no me iban a torturar, ni a desaparecer a mí, pero seguro me
demoraban o hasta me acusaban de algo, me inventaban un asunto. Estos se las
saben todas. Me meten algo en el bolsillo, me acusan de drogadicto o peor, inventan
algo para cargarme el asesinato del infeliz del Muñiz, me hacen cómplice del
asesino.
El Gallego podría entender esto,
seguro. Yo estaba tratando de explicármelo. La verdad es que la confusión me
aflojó en cuanto se lo nombré al oficial.
El aprendiz de poli trajo
fósforos, prendió uno, me convidó fuego. Amable el pibe, como un civil.
Fue maravilloso. ¡Pensar el
tiempo que llevaba sin fumar! Lo viví como un reencuentro. Dentro de mí, el
humo era un arlequín enfundado en una frisa tenue y jugaba malabares con
pompones de tul. Un cosquilleo con sabor o un sabor con cosquillas, no sé bien.
Al rato, el oficial Figueroa me
guió a otro despacho y quien supuse era el comisario me pidió que le informara
por qué estaba en el Muñiz y qué hacía en el momento de enterarme de que habían
asesinado a un paciente. Mientras yo hablaba y otro uniformado tipiaba, el
interrogador apoyó el canto de la mano izquierda cerrada en puño y acomodó la
derecha encima igualmente cerrada, sobre el hoy de los dedos apilados instaló
el mentón y me miraba a los ojos como queriendo alcanzar a verme la nuca. No
recuerdo qué dije ni cómo, pero sí que me aguantó tres o cuatro frases, se
incorporó, hizo una seña al escribiente y dijo:
–Acá nadie recuerda a su pariente
Fragas, pero vea, che, si quiere averiguar, lo puedo contactar con gente que ya
no está en la repartición.
–Hablaré con mi mamá, a ver qué
piensa –contesté y al mismo tiempo que lamentaba no haber dicho madre o vieja,
observé que por la puerta del costado entraban Figueroa, el pendejo-policía y
otro, más viejo, gordo, embutido en su uniforme.
–Podés irte –dijo el comisario.
Todos estaban muy serios. Dije “buenas, muchachos” pero como no contestaron,
salí nomás. Me pareció que iba a reencontrar sentados a los que vinieron conmigo
y avancé, cada vez más dudoso, por un pasillo. No quería vueltear ni hacer
preguntas. Ya iba medio frenado cuando me alcanzó el pendejo. Me había dejado
el documento sobre el escritorio. Quise bromear pero vi que el pibe estaba
tenso y antes de que se volviera le pregunté cómo se salía del Departamento. Me
dijo que siguiera siempre adelante, como iba. Que abriera la puerta al final
del pasillo, cruzara el patio de las palmeras y saliera a Moreno.
Miré la hora y decidí volver al
Muñiz, pero estando en el parque de Caseros, ya entre la cárcel y el hospital,
cambié de opinión. Me compré un pacho y una coca y me senté cera del monumento
alzado hacía más de un siglo en memoria de los muertos por la fiebre amarilla.
Vino un pajarito y le tiré un
cachito de pan. Voló llevándolo en el pico. Al ratito volvió o era otro pero yo
quería que fuera el mismo y lo traté como a un conocido. Le gustaba el pan pero
no soportaba intentos de domesticación. Se voló y me quedé con las miguitas en
la palma.
En eso giré la cabeza y en un
banco alejado lo vi al Gallego Fragas. Duró un instante, ahí nomás supe que no
era. Pero soporté el patadón y el hueco abierto en la boca del estómago durante
un rato. Mi razón comprendió más rápido que mi cuerpo, creo.
Miré hacia el hospital y decidí que no volvería más. Dany iba a morir de
todos modos y yo recordaría de él lo que había visto hacía unas horas: su
mirada burlona, su belleza de crepúsculo y los saltos epilépticos del conducto
del suero, el codito de plástico que unía los tubos, esa mariposa roja,
infantil, agitada por la vida de Dany, todavía.
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