martes, 4 de septiembre de 2012

El penetrante aroma de uno (cuento)


La vida podía estar buena. Poder. Ese es el problema —pensó Fabio. El revoltijo de sus tripas concordaba con el desorden de las cobijas; atrapado entre sábanas y colcha deseó quedarse inmóvil hasta digerir las imágenes de lo soñado. Después de todo —se sentó aceptando la obligación— soñar a pata suelta le da sentido a vivir.
Cuando parecen en los sueños,  me dan estas ganas de irme a la mierda, bah, de esta mierda. Todos parecen tan contentos acá, ¿de qué? —dijo en voz alta camino al baño, como si hablara a otro.

Copia los movimientos de todas las mañanas pero los gestos cotidianos se le encarajinan: chorritos de pis bordean por el inodoro, indecisos hasta deslizarse por fuera como un deshielo amarillento. Se ducha con agua casi fría para esquivar la erección diaria, insistente. La melancolía lo vuelve infantil, le acentúa su pinta de muchacho. Nadie le daba los cuarenta y uno: las caderas estrechas, magro, altura media, cabello lacio, abundante, tan plumoso como los de un adolescente, siempre bien recortado, no corto, para disfrutarlo escurridizo, flojo entre sus dedos al acomodarlo hacia atrás.
Va y pone el agua a calentar; vuelve y se afeita sin mirarse al espejo, mientras camina por el cuarto con la maquinita trastabillante por la piel blanca; bordeando la boca de labios bien formados. Ha recuperado la semisonrisa abstraída que despistará posibles miradas a sus comisuras caídas, desdeñosas. Los ojos oscuros, alargados, casi entornados para que las pestañas, tupidas, añadan sombra a las ojeras del aburrimiento; elige entre lo poco: calzoncillos, medias negras, el pantalón yin azul oscuro, la camisa gris con rayas finitas, al tono del pantalón. Se está por preguntar otra vez por qué Jorge quiere que se vista siempre así, casi un uniforme, pero sacude la cabeza para admitir que ya lo sabe: “el que se viste sencillo y parecido todos los días y recorre los mismos sitios pronto crea una costumbre y no lo ven, es un cuadro más, una cortina, ¿entendés?”. Entendía. Sobre todo porque el tono de Jorge no era persuasivo, ni tolerante.
El agua hervía; la toalla se resbaló y entró desnudo a la cocinita.
En ese momento repiqueteó el celular y volvió hasta la mesa del dormitorio para atenderlo.

Apretó la teclita y arrojó el celular con todas las ganas de destrozarlo, de sacarse de encima la obligación de cada mañana. Cerró con fuerza las manos y repetidamente alzó los brazos y descargó puñetazos contra los muslos; fue de máxima a mínima violencia..
El celular se había estrellado sobre la cama, estaba a salvo, sano, enterito. Este comisario no es como el otro —pensó—. Este es un hijo de puta; hace como que no sabe de los arreglos. La nuca inclinada, como si los pensamientos le vinieran desde el piso, sin parar todavía los puñetazos, menudeándolos, amansando la bronca en las piernas temblonas. Este cada mañana finge estupidez; ¡minga, estupidez!, sabe que me pone nervioso: “entonces ¿no tiene que firmar planilla ni una vez por semana?, ajá, y dígame, el certificado de trabajo ¿cuándo vence?, ¿cada tanto lo renueva, o no?”. No era tan fácil como se lo había pintado Jorge. Con este sorete, no.
Sacudiendo la cabeza, resopló como un caballo; los presos veteranos hacen eso y a la larga se prueba y se comprende que relaja.
Se puso la ropa interior, la camisa, el pantalón, buscó el celular, lo revisó de gusto, lo guardó. En la cocina, el agua se evaporaba.
Fue, abrió la ventanita para disipar tanto vapor; oteó el cielo sin nubes, buen día invernal, luminoso, helado.
Se preparó el café, se acercó a las hornallas encendidas para beberlo y sintió que el fuego acentuaba el frío. Lo apagó, cerró la ventana y volvió al cuarto.
Reconoció que el café le había salido más insípido que liviano. Tenía que pensar en la entrevista con el publicista; repasó la descripción del tipo que le había hecho Jorge. Estas citas cada vez más frecuentes, donde improvisaba sobre publicaciones y libros, volantes, afiches, le provocaban retorcijones de panza. Fingir que entendía del asunto, tener respuestas prontas, inteligentes y, sobre todo, una serenidad a prueba de terremotos. Fácil de decir, Jorge, y fácil de hacer para vos que chamuyás de lo que venga como un doctor, imperturbable. La personalidad, el temperamento digo, o el carácter será, no te lo cambiás ni con título —pensó y no entendió para qué pensaba lo que nunca expresaría.
No quería concentrarse en lo soñado, pero no podía evitarlo ¿Qué será de la Irina y los niños?, ¿qué habrá sido de ellos? El que iba a nacer ya tendrá como quince.
Se levantó y fue a mirar por el ventanal que daba a un paisaje de techos y terrazas y se puso a mirar si había antenas o algo que lo distrajera del sueño donde la Irina le había traído una torta de maíz a la cárcel y lejos, como si la visita fuera en un descampado, se veían tres niños que agitaban los bracitos como saludo.
Tenía que salir, aunque fuera temprano, hacer tiempo por ahí. Irse, caminar, burlar la trampa.
Tomó la campera-gabán azul oscuro, uniforme total.


Bajó más consternado que habitualmente. Ya en la vereda, estaba observando que no se veían vehículos hacia la Plaza cuando a lo lejos divisó al Yoruga: petiso, rechoncho, pelo negro, sin rastros de canas, con rulos apretados y desaliñados hacia la frente para disimular la amenazante calvicie; ya no daba el melenudo rebelde de veintitantos años atrás; los ojos redondos y saltones, la boca más hinchada que carnosa lo acercaban a una caricatura viva y, por si fuera poco, alegre. Venía con esa sonrisa fraternal; Fabio lo supuso dispuesto al abrazo y al beso. Se libró de lo primero con una torsión rápida y se dejó besar diciéndole “me parece que hay quilombo en la Plaza”.
“¡Hay quilombo en cinco cuadras a la redonda, Fabi!, no podía llegar, che”.
Fabio lo miró con la sonrisa lánguida y los ojos mansos, deseando decirle no me digás ese diminutivo, me llamo Fabio, pero se aguantó; pensó en Jorge: “vos te tenés que hacer fama de tierno, melancólico y amistoso, sobre todo amistoso. Acordate de decir compañero y compañera de vez en cuando”. Esto último no le había salido ni una vez en los meses que llevaba trabajando.
Voy hasta la avenida y me tomo algo —dijo alejándose. El Yoruga empezó a suponer que por ahí encontraría un bondi y alguna otra tontera estaba diciendo mientras Fabio ya doblaba la esquina.

Se apuró, rumiaba ese desprecio escondido y entonces la vio. Estaba exactamente igual a cuando él tenía unos quince o dieciséis.
Se corrió hacia la pared y ella pasó lentamente, como deteniéndose sin hacerlo. Él siguió unos pasos en esa línea de desvío y terminó apoyando la mano derecha contra el muro. Durante varios minutos miró hacia el suelo; supuso que ella estaba detenida, vuelta hacia él, mirándolo con intensidad, aparentemente seria.
Se abrió una puerta, alguien le preguntó si se sentía bien. No contestó, ni siquiera miró.
Se enderezó y rotó para verla.
Volvió hacia la esquina, miró hacia todos lados; no estaba. Tan pocos transeúntes, ningún auto; todo le aseguraba que ninguna mujer alta con pollera plisada color malva y casaca floreada caminaba por la avenida ni por la calle transversal. Tuvo deseos de correr hacia el bajo; tal vez le había dado tiempo a doblar; tal vez se escondía en algún umbral. Corrió en dirección a la Plaza; volvió sobre sus pasos. Nada, nada.
Retornó, abrió la puerta de vidrio con un empujón, avanzó hacia el salón, zigzagueaba. El Yoruga, sobresaltado, gritó ¡¿Fabi?!; el grito lo detuvo, giró, retomó apurado el camino correcto, pasó por el costado del mostrador en dirección a la angosta escalera. En el segundo piso, agitado, la vista nublada de lágrimas, semiahogado, esperó el ascensor. Descendió en el cuarto piso en peores condiciones, sollozaba y se golpeaba los muslos con los puños. Subió el tramo de escalera al quinto, escalón por escalón, pesadamente y fue derecho a la cama.

El Yoruga temía pensar, temía reconocer su miedo. Los dos hermanos Sardoner vivían para crearle dilemas, no sólo qué decir, cómo decirlo sino cuándo. “¿Llamo o no llamo? Esto es raro, no tuvo tiempo de llegar muy lejos, ¡qué va! Y volvió descentrado, loco. Algo le pasó. Yo llamo, ma´sí”.



Jorge irrumpe y cierra ruidosamente al tiempo que lo llama con vozarrón de barco: ¡Qué te pasó!, ¡ahí abajo está el Yoruga desconsolado! Me llamó y me pidió que venga sin más explicación. Te vio mal —dice parado ante Fabio que no levanta la cabeza ni parece enterado de su llegada. ¿Te comentaron lo del pibe ése que colaboraba en el Centro Cultural? —agrega acercándose a la mesa, corre una silla, se sienta—, lo tenés que ubicar, un pibe muy charlatán, Marcos Giovekis o Giovenkis: en la última asamblea allá fue el que más habló.
Fabio levantó la cabeza como si volviera de un desmayo; enrojecido, las pupilas distantes, la boca entreabierta.
¿Te acordás o no? —el tono ya es socarrón, se está molestando—, lo conocés, ése que tenía la ansiedad típica de los que se han mimetizado con el Che Guevara y no duermen: laburan, leen, discuten, imaginan. Que estaba siempre citando frases célebres, ¿me estás escuchando, no?
Fabio sacude la cabeza, afirma pero no se sabe bien qué.
Bueno, listo el pobre, la policía lo reventó hace una hora en una manifestación. ¿Entendés? —la voz de Jorge tiene la misma inflexión y tono de cualquier otra charla o tema, desde esa voz cualquier noticia está superada, no hay dolor, ni alegría, ni provocación, ni admiración.
El rostro de Fabio se tensa y contrae, lo oculta entre las manos, y se sacude con un sollozo rápido; sabe que Jorge va a estallar si no habla.
Vi a mamá —dice— y lo repite en tono más alto, más claramente: vi a mamá; se descubre el rostro, se sienta, mira a su hermano y ve que un arco de sombras le cruza la mirada entre dos pestañeadas.
Parece que una mano apretara la garganta de Jorge mientras grita: ¡En este momento, pedazo de pelotudo, toda la manifestación está yendo hacia el Centro Cultural!, ¡hasta las gomas que tenían para quemar van a meter allá y vos me hacés venir acá!, ¡¿para qué?!, ¡para decirme que viste a mamá!, ¡a mamá! —se ha puesto de pie.
Fabio se incorpora, arrastra la otra silla, tapizado azul con líneas blancas, silla de oficina, traída desde el Centro Cultural al que fueron donadas ya nadie recuerda por quién; ahora es su silla, la trae hasta la mesa hecha a mano por el primer grupo de trabajadores desocupados que apoyaron el proyecto —¿qué habrá sido de ellos?, piensa estúpidamente, se habrán ido corridos por acusaciones falsas y convenientes. Se sienta, apoya la cabeza en la mano del brazo que acoda sobre la mesita.
—Soñé también. No me puedo sacar a la Irina de la cabeza. A mi pibe, que ya tiene quince años.
Jorge lo interrumpe: ¿soñaste?, ¿con mamá y con Irina?
No —dice Fabio, seco y resuelto— a mamá la vi, ¡la vi!, acá a la vuelta, por la calle —con el cuerpo embrutecido tira la silla.
¡Ah no! —también Jorge se levanta— Mamá resucitada y la Irina, como le decís vos, ¡haceme el favor!, ¡tu pibe! —se saca los anteojos, busca un pañuelo y los limpia; Fabio sabe que está tratando de controlarse.
¡Qué pibe! —lo mira pero Jorge ve muy poco sin anteojos, así que Fabio comprende que no quiere verlo— Si vos sabés que debe haber abortado al día siguiente que te subieron al avión. En cuanto se enteró de todo, ¿pensás que siguió con el embarazo?, ¿vos hubieras seguido? ¿Acaso le habías contado la verdad? Si tenías nombre falso, ¡todo falso! ¡Sí o no!, ¿le contaste que te apresaban por asesino? Por matricida, exactamente.
Fabio inspira hondo —Si la alcanzaba —dice mientras acomoda la silla, se distiende un poco y suaviza el tono, se sienta—, si le hablara, le pediría que me aclare si cree que fui yo. Todo indica que la maté pero yo no lo sé. Me acuerdo de que peleamos.
Otra vez Jorge lo interrumpe; grita enfurecido: ¡Cómo vas a decir que la viste, que le hablarías! ¡Si la vieras realmente, después de veintidós años de muerta, ¿te imaginás qué verías?! ¡Contestame, la puta madre que te parió!, ¡qué verías!
Fabio ha vuelto a acodarse en la mesa y sigue con el mismo tono cansino: me acuerdo los sillazos, los ruidos de lo que se estrellaba, el jarrón, la lámpara. Me acuerdo como una foto: te vi con el paragüero alzado, yo estaba casi de rodillas, te agarré una pierna —Fabio dobla el cuerpo hacia delante y deja entre los muslos las manos colgantes con las palmas enfrentadas.
Jorge se arrodilla, lo toma de los brazos y el apretón desmedido que le estrella los codos ante el pecho sacude el cuerpo de Fabio. Le grita: ¡Pará!, ¿no te das cuenta? Recién zafaste de la cárcel y vas a ir a parar a un manicomio; ¡pará! Estás estresado. Escuchame bien.
Fabio rechaza la parálisis que le imponen las manazas—; ¡soltame! —dice.
Jorge insiste— Escuchame: ni bien se termine este laburo que cerrás hoy, te consigo cinco días y te vas a un spa. Chau estrés.
Le ha aflojado la presión pero todavía le sostiene los brazos—, ¿oquey? —agrega. Y ahora basta —dice, se ha incorporado, recoge la toalla aún en el piso desde la mañana, se restrega la cara con la boca entreabierta y sin parpadear; sudaba la bronca como si fuera un retorcijón de hígado.
Te doy cinco minutos, ¡cinco!, ¿eh? —lo estaba mirando ya con los anteojos puestos y lo señalaba, medio abierto de piernas, las órbitas exageradas, casi jadeante— para que ordenés tus pensamientos. ¿Así que vos no la mataste?, ¿por eso te la encontrás resucitada? y, encima, te preocupa un ¡posible hijo adolescente! ¡Pelotudo! ¡En cinco minutos decime si hacés el laburo o te lo hago yo!
Pasado el mediodía el sol iluminaba exagerando el desorden de la cama, alguna manchita del piso, grisaba el polvillo en los objetos olvidados pero también otorgaba calor doméstico a las paredes blancas, al floreado de la colcha, al tapizado eléctrico de las dos sillas, a la madera barata y sin pintar de la mesita.
Fabio alzó más la cabeza y acompañó los movimientos de Jorge con la mirada. Se esforzaba por pensar qué ocurría ahí en ese momento.
Jorge estaba de espaldas, mirando por la ventana; sonaron las teclitas del celular; seguramente intentaba ubicar al publicista. Fabio puso la frente en una mano y con el pulgar y el mayor apretó cada sien. Se distrajo de lo que hablaba Jorge, calculaba lo que sería una trompeadera entre ellos. Él era un poco más alto pero Jorge ganaba en todo lo demás: peso, músculos, decisión y frialdad; se puso de pie y deslizó las palmas contra los muslos, firmemente, sin asociar ese movimiento con los puñetazos de la mañana porque ni siquiera registraba lo que hacía.
Tosió repetidamente; Jorge se volvió; la cara partida por el celular; la mirada distante y seca.
Voy yo, voy yo —dijo Fabio con tono indiferente como si estuviera ofreciendo una ayuda desinteresada.
Jorge volvió a darse vuelta y cortó en segundos, sin que Fabio registrara lo que había hablado. Fue una coincidencia, che —dijo—, el tipo éste tampoco pudo ir, así que te espera a las quince ahí mismo.
Fabio sintió que algo debía decir: ¿En el bar del Centro Cultural? —ya no sostuvo la mirada de Jorge, ni le extrañó el breve lapso antes de la respuesta.
Por supuesto y, por favor, no hablés más. Hoy estás para decir una estupidez tras otra y te conviene concentrarte en la reunión con este chabón; te va a pagar por adelantado pero todo tiene que estar listo la próxima semana —Jorge habló rápido, simulaba indiferencia— Así que el sábado te vas a descansar a Diquecito, che. Yo arreglo con el director del penal, vos tranquilo.
No te va a ser fácil con éste, no te creás —quiso advertirle Fabio, al recordar el interrogatorio de cada mañana, pero Jorge bramó: ¡No hablés más te dije!
Le dio la espalda, no agregó ni un gesto y al salir golpeó la puerta sin asco.

Fabio encendió un cigarrillo y notó que había ensalivado el filtro. Quedó inmóvil y ausente hasta que reparó en la caída del cilindrito de ceniza y la colilla apagada entre los dedos; las lágrimas le aplastaban lamparones sobre la camisa.
Se lavó la cara, se peinó, colgó la toalla, estiró las cobijas y decidió que almorzaría antes de la cita de las quince horas.

Desde el descanso, antes del tramo final de la escalerita, vio al Yoruga: permanecía de pie tras el mostrador circular que le tapaba hasta los codos. El Yoruga lo miró compungido y Fabio decidió que almorzarían juntos.
Che, Yoruga, pedite dos sánguches de milanesa completos —le dijo y levantó la mano derecha con el pulgar alzado y sonrió. El Yoruga no dejó de mirarlo mientras encargaba el pedido al bar. Fabio encendió un pucho, convidó y consideró que el hombrecito raído, lento, de simulada sonrisa canchera, de última, considerando ocasiones, le caía bien. Le descubría algo diferente: un humor bonachón, oportuno, una disposición para dar una mano en cualquier momento y tarea; un tipo optimista que trataba bien y de igual a igual a cualquiera con la excepción, consabida, del que era excepción para todos; capaz de escuchar y de burlarse sin ofender. Pensó todo de un tirón, giró y se apartó inquieto, sin conocer la razón de sus absurdos pensamientos.


Cuerpeó de maravilla la reunión con el cliente: lo escuchó con paciencia, repitió de memoria la conveniencia de las películas sobre los vegetales, del papel más caro sobre el de menor gramaje, de los cuatro colores. Se mostró alerta, paciente, interesado como si lo escuchara, mientras el publicista hablaba de arte, de negocios y hasta de la propia familia. Arrinconados a la derecha de la entrada, contra el vidrio, la calidez del sol daba de lleno en la mesa y Fabio sentía el cuerpo entibiado y cómodo y se le hacía sencillo hacerle suponer al tipo que la estaba pasando muy bien; hasta que por fin el hombre se dio cuenta de la hora y dijo “lo convenido” —esa palabra usó— antes de meterse la mano en un bolsillo del saco y extraer un sobre que deslizó por el contorno de la mesa redonda, lentamente, con sonrisa de japonés que comete una travesura, sin que Fabio se turbara siquiera porque en ningún momento habían mencionado el precio, ni la forma de pago. El tipo se despidió con palmadas en la espalda y todo.
Fabio resopló discretamente y se levantó a buscar a Jorge. Preguntó a los habituales informantes y, entre evasivas, negativas y señales hacia la casa del fondo, fue deambulando por el Centro Cultural. Se alejó del bar, pasó por estantes de libros y carpetas y papeles; casi paseó por el pasillo observando los cuadros de los estudiantes de pintura y dibujo. De lejos avistó, cerca de la entrada al salón de teatro, a la secretaria de Jorge y empezó a hacer señas y dar largos y desacostumbrados trancos en dirección a ella que amagó escabullirse, pero no pudo. Está en reunión —dijo. Desde el lugar en que hablaban, la única voz que se escuchaba era la belicosa de Jorge, parecía discutir solo. ¿Con quiénes, la reunión? —preguntó y la mujer dijo no sé. Divisó al Yoruga, y sin más se fue hacia donde se lo veía, un excluido entre las mesas del bar.
Le ganó con la parada —Che, Yoruga, pasa algo fulero.
El Yoruga hesitaba: —Encontraron un feto en el inodoro de uno de los baños; en el piso dejaron una nota —anotició desasosegado, íntimo.
Sí, flor de joda —comentó Fabio con su tono cansino, como si fuera preocupación, como si supiera.
Estaba escrito con sangre, Fabi. ¿Te das cuenta? ¡Qué pelotas!
Decí mejor qué ovarios —corrigió Fabio un poco en sorna. El Yoruga tardó un segundo en sonreír— Decía que es del hijo de puta de Jorge. Ahora hay que ver de qué Jorge, entre tantos con ese nombre, ¿no?
—Andá a saber de quiénes, Yoruga. De la mina tampoco se sabe.
El Yoruga miró el piso y Fabio entendió que algunos sabían pero que a él no se lo dirían y ya tenía la pista. Jorge Sardoner, mi frater. Se dio vuelta sin decirle ni chau.
Una exagerada indignación lo decidió a salir a puras zancadas. Tomó un taxi hacia la Cooperativa; en el bolsillo llevaba el fajo grueso; miró a hurtadillas sin sacar el sobre: el publicista le había dado más guita que la vista a lo largo de su vida. Toda junta —cerró el sobre, palpó el bolsillo y se quedó apretándolo hasta llegar.

Esperó sentado en el tercer escalón, los codos apoyados en el cuarto, el pecho adelantado, una expresión inusualmente desafiante y empecinada. Mientras esperaba que llegara Jorge, había armado una frase y la machacaba sin pausa: no seguiré viviendo ni volveré a vivir como he venido viviendo.
La entrada del Yoruga lo sorprendió y no tuvo tiempo de improvisar, así que le soltó la frase con lentitud, sin alarde, con los ojos más abiertos de lo habitual y la pronunciación más clara. El Yoruga, avanzando, le dijo dos veces ¿qué? Pero no repitió porque no era para el desconcierto de éste que se había impuesto no decir otra cosa.
Se enderezó, bajó los escalones y apoyó una mano en la pared. El Yoruga dio toda la vuelta y se acodó del lado de adentro del mostrador: no te entiendo —dijo—, no sé qué trabalengua armaste, pibe y encima tengo la cabeza partida. Me vine cuando llegó la cana al Centro Cultural. Yo lo estaba esperando a Jorge pero hasta que no se termine el quilombo, aquél tiene que estar allá.
Fabio resopló como los presos-caballos y pausadamente dijo que se iba de la ciudad, que no podía seguir: no aguanto más a mi hermano, ¿no te querés venir conmigo, Yoruga?
Pasó un silencio lentamente.
Pensátelo bien, Fabi. Yo tengo las bolas llenas de algunas prepeadas de tu hermano pero la mano viene dura. No hay laburo y acá hay poca guita pero es algo. ¿O no?
Fabio se dejó resbalar apretado contra la pared y quedó en cuclillas, apoyó los codos en las rodillas y la cabeza en las manos. Así, el Yoruga, desde atrás del mostrador ya no lo veía; volvió a dar la vuelta para escucharlo de frente.
Como la verdad todos la conocen, no hace falta hablarla, Yoruga. Si la cana se mete en este lío a mí me cagan. Salta algo y estoy frito.
El Yoruga se encogió de hombros, se corrió despacio hacia la escalerita, se sentó. Pensaba tenés razón, ¿quién carajo sabe cómo es la posta de todo esto? y dijo: pero no, no tiene por qué joderse tu laburo acá. Aparte será todo formulismo, Fabi, como siempre. Retiran el feto, levantan un acta y después se muere todo en una pila de expedientes, pibe.
Fabio parece despreocupado de la presencia del otro; habla porque tiene que hacerlo, para darse ánimo, ordenarse los pensamientos: si alguien tiene una punta y puede joder a mi hermano, lo revienta, ¿y a mí? ¡ni hablar!
El Yoruga se adelanta, queda al borde del escalón angosto, haciendo un esfuerzo por entender la voz aplastada contra las palmas. Lo tienta decirle “sacate la papa de la boca, loco”; pero intuye que el horno no está para bollos.
 Igual no importa, porque Fabio se endereza, se para, saca los puchos y lo mira con esa cara joven, inmutable, como acartonada, los párpados ya entornados, gesto posta para esconder una furia difícil de discernir en la mirada súbitamente adormecida, paralizada, como si lo mirase con pupilas empañadas.
¿A qué hora largás acá? —Fabio cabeceó hacia arriba y el Yoruga entendió que hablaba de la imprenta. Se paró y se le ubicó delante. Y —respondió— como a las veinte, veintitrenta, más o menos, se van. Algunos tienen dos horas de viaje, imaginate.
Yo voy a prepararme el bolso. De última, me voy solo o te acompaño a preparar lo tuyo y de ahí nos largamos —Fabio ni preguntaba ni afirmaba, tentaba.
El Yoruga miró hacia la calle, todo lo que cruzaba por la calle o la vereda era fantasmal, nunca se podía calcular la hora con esa apariencia de atardecer que daban los enormes vidrios ahumados; miró hacia el piso, extendió la vista hacia el salón que de allí ni se veía. Pensaba que tenían que deliberar un poco pero también que el estado de Fabio no daba para planteárselo.
Preparo unos amargos, ¿querés? —se le acercó pero no llegó a tocarlo porque Fabio se abrió, caminó hacia la escalerita y empezó a subir.
Meta. Mientras tomamos los mates hablamos de qué hacer. Traételos al departamento, ¿oquey?

Mientras el Yoruga preparaba el mate sonó el teléfono. Corrió maliciando quién llamaba. Jorge Sardoner vociferó porque Fabio tenía el celular apagado y porque nadie sabía adónde carajo se había ido. Cortó entre puteadas, sin despedirse y, entonces, el Yoruga lo puteó a él, casi orgulloso de haberle mentido.

Subió al quinto pensando que le envidiaba el departamento a Fabio. Era un chiche; tenía una ventana que aseguraba luz en el cuarto todo el día; el baño hasta bañera tenía y la cocinita, estrecha, como un pasillo, con esa mesada pituca de mármol clarito con dos sitios ahuecados para sentarse a comer en los taburetes altos, como un mostrador de bar, y la heladerita empotrada debajo, el armario arriba, la cocina al final ahí nomás la ventanita. Este pendejo está loco, dejar todo esto. Claro que no es esto lo que no le gusta, se conflictuaba el Yoruga pensando en el mandamás.
La puerta estaba abierta; ¡¿Fabi?!,  gritó y lo sobresaltó el mal tono del ¡pasá! ¡y dejame de joder con eso de Fabi, ¿querés?!
La simple consecuencia fue que cebó los primeros mates en silencio mientras lo veía amontonar en una valija de esas de aeropuerto, con ruedas y todo, camisas, pantalones, zapatos, pulóveres, frascos, aerosoles, ropa interior, libros, cuadernos.
No te va a cerrar —se animó.
Fabio sorbió largo, por tres veces hizo carraspear el mate ya terminado.
Yo supe cuando empezó este siglo que acá no había remedio, pero justo en ese tiempo fue que apareció en firme mi permiso para las salidas laborales y me entusiasmé. Pero no doy más —dijo.
Fabio se sentó en la cama junto al valijón, medio de costado para mirar de frente al Yoruga.
No, flaco, viniste después —intentó recordarle, pero Fabio se paró, le devolvió el mate cabeceando negativamente, socarrón: Vine unos días después de que acá empezara el siglo; en la Argentina el nuevo milenio entró entre el diecinueve y veinte de diciembre del 2001. Esa pirotecnia real, pedradas, tiros, molotov, las fogatas en las esquinas, barricadas desde el Congreso hasta la Rosada, la caballería, ¿te estás avivando, no?; las cacerolas, la cana disparando a mansalva, los pibes desangrándose en las veredas de las cuadras más históricas del país.
¡Hasta a las Madres de Plaza de Mayo les dieron! —se entusiasmó el Yoruga—, la montada les tiró los caballos encima, ¿te acordás?
Si no me acordara, no te estaría hablando de esto —Fabio lo volvía al tema, impiadoso ante la emoción del otro que ha recuperado el recuerdo trágico y con el mate extendido y el termo bajo el brazo queda en un gesto de idiotez conmovedora.
Fabio le da cuerda al despertador antes de arrinconarlo en la valija.
Acordate que entonces nacen las asambleas barriales y los famosos clubes de trueque y faltaban calles y rutas para desplegar piquetes y manifestaciones y la mar en coche —remató Fabio con un vozarrón que era una casualidad en él.
Intentos de organización —atinó con tono conciliador el Yoruga que seguía en la misma pose.
Bueno. —Fabio hizo el primer amague de cerrar el valijón pero era imposible— En ese tiempo se pensó lo de esta cooperativa, pero no entre muchos, ¿vos estabas? —el Yoruga no tuvo tiempo de articular— Ni yo lo supe hasta hace poco. Atando cabos, loco. Si te ponés a revisar, acá los ocupados seguimos siendo desocupados, ¿o no? Somos nada, no existimos. Esto es un negocio y el bizcocho se cocina a puertas cerradas. En pleno centro, ¡date cuenta!, editando libros de la zurda y folletos de empresas privadas y esta papelería que me pagaron hoy, que aunque te quedés y mirés hacer toda la impresión y la veas salir empaquetada, no vas a adivinar cuál es el negocio, de quiénes ni por qué se hace acá.
El Yoruga optó por chuparse el mate.
Fabio se concentró en acomodar la montaña aplastando, extendiendo, reubicando.
Dejame que te diga algo, Fabio —remarcó la totalidad del nombre—; yo valoro lo que siguió al 2001; las asambleas populares y todo lo que dijiste vos —Fabio continuaba batallando con la valija, ahora tironeaba del cierre, con una rodilla encima de la tapa, no parecía concentrado en algo más—; todo eso mostró que teníamos solidaridad, ¿no vale eso? ¿No vale que hay fábricas recuperadas?
Vale, —dejó de intentar lo imposible, se incorporó y el Yoruga le notó una molesta pena en la mirada— pero no hablemos de la generalidad; hablemos de lo que hablamos. Esto no es una empresa recuperada. ¿Me captás? No te voy a explicar por qué, pero esta mañana supe que me tenía que largar. No hoy; lo que me hizo ver que era hoy o nunca fueron las caras en el Centro Cultural. Esto, la Cooperativa, nació de aquello. Para hacer negocios hay que saber hacerlos, Yoruga.
¿Querés mate o no, Fabio? Mirá que tengo que hacer una recorrida por abajo y también ver qué pasa en la imprenta.
Fabio lo miró como si recibiera una noticia inesperada. Se encogió de hombros, le dijo que dejara nomás, que fuera, que dejara el mate, que él se cebaba, y cuando el Yoruga estaba saliendo le preguntó qué decidía: ¿te vas o te quedás?
Nos vamos juntos; yo también tengo los huevos llenos de algunas rarezas de acá —contestó.

Ya estaba por la escalerita y sentía un gran aburrimiento, como si lo estuviera alcanzando la vejez. No le había contado a Fabio el llamado de Jorge; una forma de ir haciéndome cargo, se dijo. Nos vamos en la Fiorino, se la afanamos y le afanamos la guita ésa que es por lo que lo anda buscando.
Pasó por la imprenta; la muchachada laburaba parejo, ¿convencidos de que cumplen una tarea de socialismo, de que todo está en sus manos, de que es control obrero? —se planteó difusamente, ni afirmando ni negando. Una ola de ternura le arrancó un suspiro, inaudible entre las fotocopiadores, las guillotinas y las prensas a toda marcha; casi todos le devolvían la sonrisa desinteresada y decidió un gesto expresivo: cerró el puño izquierdo y adelantó el brazo con el codo semidoblado, y dio un golpe en el aire acompañado con un cabezazo de asentimiento: ¡muy bien, compañeros!, ¡vamos muy bien!
Se iba. En la recorrida por abajo, metió algunas pertenencias en bolsas, acomodó trastos, guardó los artículos de limpieza y ordenó sillas y mesas. Emprolijó el escritorio diciéndose seria y solemnemente: no me ve más el pelo; ¡qué se cree ése!, lo que me gano acá me lo gano allá y en cualquier parte.


Fabio baja con el valijón, el termo y el mate. El esfuerzo, el apuro, el miedo de que alguien aparezca le baña la cara; deja todo sobre el mostrador y se seca con el revés del gabán. Rejemos, Yoruga, —dice— rajemos —repite como si fuera un santo y seña.

Ni una palabra más; se acomodan en la Fiorino estacionada ante el portón, a la izquierda, junto a la puerta de entrada de la Cooperativa.
Viajan en silencio hasta llegar a Burzaco.
Fabio lo sigue por un pasillo angostísimo y se demora cuando desembocan en un patio rodeado de puertas desvencijadas; se queda mirando los macetones donde unas plantas dudosas, como excluidas de toda nominación segura, luchaban con la muerte, otras ya hacía años que habían sucumbido y seguían allí porque no sirven ni para leña —pensó. Se acercó a la puertita abierta por el Yoruga y extendió la voz hacia adentro: ¡te espero afuera!; quiso evitar oídos extraños, consciente de que desde otros interiores lo observaban.
Mientras volvía hacia el pasillo, una mujer en solera, obesa y bamboleante, salió desde la oscuridad de un cuarto y quedó enmarcada. Fabio sintió el empujón de esos ojos secos.
En la vereda, encendió un cigarrillo y decidió fumarlo en la camionetita. Al cerrar la puerta vio que un grupo salía del conventillo, les dirigió una mirada rápida y se acomodó de frente al parabrisas. Eran cinco o seis niños y una mujer joven con calza negra y buzo gris o desteñido; se gritoneaban; los chicos de unos doce años a los de siete o seis y uno más pequeño que, tal vez, alcanzara los tres añitos, chillaba enfurecido aparentemente contra nadie o contra todos, como la mujer. En segundos sintió los golpecitos en la ventanilla; giró las órbitas sin moverse, el chico volvió a golpear y oyó claramente: ¿no tiene una moneda para comprar comida, don?
Estiró la pierna para hurgar en el bolsillo, desvió la cabeza hacia el llamado; ya había dos. Oscuros o sucios, más bien las dos posibilidades, ambos mostraban varias capas de ropa: cuello de remera, buzo, chaleco, saco de lana o hilo; ajadas ropas que chingueaban de todos lados y les acentuaban la apariencia de desabrigados, de hambrientos y de roñosos.
Tenía varias monedas, tanteó tratando de adivinar cuál era de veinticinco centavos; le volvieron a golpear el vidrio, a repetir la pregunta; tuvo la seguridad de que seguirían golpeando y sacó la moneda mientras manipulaba la manija para bajar el vidrio. Era de un peso; la ofreció igual; el niño que ya aplastaba la cara al vidrio, a un tiempo la tomó y codeó al que estaba pegado a él, giró y salió corriendo. Todos rajaron tras él.
Fabio cerró el vidrio, puso la traba de la puerta y se reacomodó sin destensarse. Por primera vez en el día le cruzó la duda. Nada tenía tanta levadura como la miseria, ni tanto dinamismo, se extendía dispuesta a atrapar a muchos más, cada día, y seguiría creciendo, ahogando.
Recordó al capellán de la prisión con quien, por indicación de Jorge, había conversado tanto los últimos tiempos hasta obtener el derecho a la salida laboral; bueno, reconoció, más que conversar con el cura se sometía a los monólogos sacerdotales matizados con largos silencios mientras caminaban por el patio de la capilla, los pasillos hasta su celda o sentados por ahí. Algunas frases le sonaban intactas, tal vez la repetición, la insistencia del padre Aníbal que siempre decía más o menos lo mismo: “Fabio, te has acostumbrado a vivir en la adversidad y las costumbres son difíciles de abandonar, hijo.”
Tardaba el Yoruga; ya tenía ganas de prender otro pucho y acababa de apagar. Se revolvió en el asiento, miró hacia la entrada del conventillo y agarró los cigarrillos.
¿Qué significaría esa frase del cura en este momento? En aquellos días sonaba más clara; ya cumplidos los dos tercios de mi condena, Jorge aceleraba el asunto, establecía contactos. Ya Jorge le había dado la noticia: manejaría la imprenta de la Cooperativa; tenía los papeles necesarios, legalizados con ayuda de organizaciones de derechos humanos y algunos abogados amistosos, políticos de relativo prestigio y dos comisarios de estrecha confianza. En aquel tiempo esta información lo reanimaba, ahora lo contrariaba.
Pitó largamente y se esforzó en recordar algún otro argumento. Ya estaba oscuro, las lámparas amarillentas al final de las cuadras levantaban sombras movedizas. Un sonido ambulante, mezclado con voces se acercaba: a unos metros los cartoneros empujaban los sobrecargados changos de metal y carritos de madera caseros y conversaban ruidosamente sin escucharse entre ellos.
La miseria callejera le ubicó los pausados consejos del cura: “Hijo, para cambiar de vida, superar la carga del pecado, descubrirle un sentido a tu existir, tenés que desplegar dos virtudes: paciencia y autocontrol. No importa que no creas en dios; si el Señor ve tus cambios, te proporcionará cambios.” Bueno, ¡qué mierda! —se dijo— paciencia y autocontrol tuve de sobra; ahora el Señor me proveerá cambios.
Los cartoneros pasaban del otro lado de la calle; varios miraban hacia la Fiorino con insistencia; cuando lo distinguieron, algunos niños recibieron órdenes y cruzaron la calle a golpear el vidrio y pedir las consabidas monedas
Fabio negó con la cabeza hasta que, convencidos de que sería el único gesto, le mostraron el dedito mayor alzado, le patearon el auto y le gritaron hijo de puta.
Se estremeció: recordó el encuentro con su madre y se reafirmó en la señal. Era tiempo de cambios; ya verá el Señor, padre Aníbal; lástima que me voy sin despedirme.

Mientras él ya fumaba el tercer pucho, apareció el Yoruga; estaba mejor vestido, se esforzaba con los dos bolsos, uno colgado del hombro, otro en la mano izquierda, el termo bajo ese brazo; avanzaba con el brazo derecho semiestirado hacia arriba y en la mano el mate, como si fuera un regalo valioso.
Está a punto —dijo y se lo pasó—, nos van a venir bien unos amargos. Ahora llenamos el tanque y calculo que en Zárate recién paramos, meamos, cenamos, seguimos, ¿oquey?
Fabio asintió tragando con el mate su disgusto por la espera.
Durante un largo rato matearon en silencio; Fabio miró la hora: faltaban diez minutos para las veintitrés. Se terminaba el día nomás. Pensó en su mamá en ese instante preciso en que la descubrió casi inmóvil en la luminosidad de la mañana y lo atravesó con el brillo de las pupilas juguetonas.
Ella lo estaba cuidando, al fin. Se dio vuelta, mirando entre los dos respaldos. Le llegó un leve aroma que no aspiraba desde la adolescencia. Observó intensamente el asiento trasero y comprendió que la presencia invisible, transparente, era una prueba de reconciliación.
El Yoruga notó algo raro, un estremecimiento de desvalido en Fabio. Lo miró y tuvo por seguro que nunca sabría del muchacho ni como para compadecerlo. Optó por romper el mutismo: Che, Fabio, ¿tenés alguna idea? No sé, de futuro, ¿qué pensás hacer?
Tardó en responderle; la respiración alterada por el aroma materno le enronqueció la voz: Mirá, Yoruga —dijo cuando el otro ya no esperaba respuesta— si digo liberación vos pensás pelotudeces pero la verdad es que yo pienso que mi liberación es una cuestión de astucia, ¿cómo decirte?, una mezcla de falta de moral, de prudencia y de extremado autocontrol. Por ahora, la mía es ésa.
El Yoruga le mangueó un cigarrillo y la pensó bien antes de decirle: no te entiendo, así como así, digamos; si te quedabas a trabajar ahí ¿cuál era la diferencia?, digo.
Eso no era para mí, Yoruga.
Fabio acomodó la espalda contra la puerta, como buscando el imposible de mirar de frente al conductor; el Yoruga lo relojeaba y asentía con la cabeza como para darle ánimo. En el Centro Cultural, ponele, —sacudió la mano con las yemas de los dedos juntas, en gesto de pregunta— ahí varios me ponían cara de jueces suspicaces, no sé si envidia o qué.
Envidia, seguro —dijo el Yoruga.
Otros, ponele, con eso de compañero de acá, compañero de allá, ¡a mí!; curiosos chusmas y algunos con la esperanza de que les dé una mano, un laburo. Y después, en la Cooperativa, Yoruga, los demás. Esos pibes, las pibas, quince, dieciséis, diecisiete años, con esa sonrisa congelada, para caer bien, ni hablar saben, tienen miedo o vergüenza, no se oye qué dicen, no se les entiende. Y perdoná: los buchones de mi hermano que dicen a todo que sí.
El Yoruga pregunta como si se tratara de otro: ¿y por qué perdoná me decís?
Fabio sigue recostado en la puerta, lamenta para sí que ya el mate se lavó y la poca agua del termo está tibia; en oleaditas el perfume vuelve a cruzársele, se sonríe, cómodo.
Mirá, Yoruga, ¿sabés las veces que oí a mi hermano putearte?; más de las que lo oíste vos y ¿cuántas veces te oí pararlo, contestarle algo?, ¿cuántas veces le paraste el carro?
El Yoruga casi lo interrumpe, pero Fabio se impone: ni una vez, viejo. A mí sí me podés mirar, a Jorge no lo mirás, aunque no te des cuenta, es así y de eso no salís más. ¿Sabés por qué?, porque mi hermano confía únicamente en sus propias impresiones. Es así; nada más cuenta. Si la primera vez que hablaron le impresionó que sos un boludo, todo lo que esperará es que le confirmés eso. Y no te deja salida, no te permite ser más que eso, un boludo. Por eso no la pifia jamás.
El Yoruga se encoge de hombros: puede ser —dice— pero vos tampoco le contestás mucho y sin ir más lejos, mirá, te vas huyendo, gambeteándolo, lo plantás, le afanás la Fiorino, la guita. Y no te critico, te ayudo. Tu hermano siempre mostró la hilacha, che, pero.
Fabio no lo deja seguir; se reacomoda en el asiento, hace un gesto que es ¡basta! con las manos: No quiero hablar más de Jorge, Yoruga, y menos sacarle los trapitos al sol, con lo hecho ya está bien.
Quedaron en silencio. Fabio observó la ruta, se sintió lejos de la capital. Fuera del alcance. Soltó una risa breve y sacudió la cabeza; el Yoruga lo miró y el perfil inmóvil le hizo comprender que la ola de alegría no lo incluía.
Una bandada de pájaros cruzó casi rozando el techo del vehículo que iba adelante, una ronda de graznidos se estrelló en el parabrisas, invadió la cabina, le tensó los brazos al Yoruga que sintió el mal presagio y resolvió que no tenía sentido comentarlo. Si a éste le da lo mismo —pensó—; total, si a lo mejor los pájaros tratan de avisarme que estoy viajando con un mal presagio. Los Sardoner son dos pájaros de mal agüero —se recordó.


Nada, fuera de algún suspiro o carraspeo, rompió el silencio por un tiempo de alta velocidad.
El Yoruga, influenciado por los pájaros durante largo rato, pensó mal de los dos Sardoner como si fueran uno solo; después le despuntó el remordimiento. Aunque esta amistad sea efímera está motivada por el miedo de nosotros dos hacial el otro —la reflexión lo reconcilió inmediatamente; tiró una mirada hacia el costado, con sonrisa interesada en atraerlo hacia algún tema o divagaciones sin sustento, de hermandad y punto.
Fabio había estado relajado, casi en duermevela, abandonado a mirar el pasto, las sombras, las luces suspendidas en la noche; por momentos se había exigido pensar en qué era y qué quería ser pero la solidaridad con el paisaje le producía más satisfacción y ternura para consigo mismo. El que conducía fue nadie, suprimido de su presente. Tanta paz le fue llenando la boca de saliva y al tragarla disfrutó; más que reconocer que el hambre lo hostigaba, percibió  una sensación de placer, de lágrimas dulces. Por unos instantes tuvo conciencia de una valentía propia, raquítica pero toda suya; expandió el pecho aspirando el aroma de una compañía extra que sólo el conocía y se supo digno de su libertad.
Notó la mirada del Yoruga; al descubrirlo se le impuso una gratitud voluntaria y sincera. Estiró el brazo izquierdo y le palmeó el hombro; abandonó la mano allí.
Che, Yoruga, cuando lleguemos adónde sea que vamos, nos dividimos la guita mita y mita y si te parece, festejamos en el casino, si hay.
No, yo paso. No soy de casinos ni de timba. Yo prefiero un quilombo, una buena puta, o dos —respondió el Yoruga. Y continuó, fuera de tema: Ya estamos muy cerca de un parador. Después cruzamos; no vamos a tener problemas, los papeles están en orden; tengo tarjeta verde a mi nombre.
Igual yo. Ni sé para qué pero Jorge me hizo hacer el registro, la tarjeta, nunca rendí ni firmé algo, yo apenas manejo y, la verdad, para la mierda; por eso no te ofrecí turnarnos, ¿entendés? —aclaró Fabio.
Si tu hermano llegaba a sospechar esto, ni vos ni yo tendríamos papeles. A propósito, ¿no pensás que ni bien descubra el fato nos tira una jauría encima? —sin miedo, el tono del Yoruga incluía curiosidad por lo que consideraba seguro.
No me parece; se va a cabrear pero no. Va a aceptar que perdió; no va a planear perseguirnos; va a inventar algo para los demás y él mismo se va a convencer de que nuestra huida le convenía. O no sé; por ahí tenés razón vos. No me calienta. —Fabio volvió a reacomodarse en el asiento, cruzó los brazos— Mirá, Yoruga, a mí no me preocupa mi hermano, me preocupa la Rosamonte, que es la única que se deja tomar. Tu yerba la aguanto pero me reafirma el gusto por la otra; ¿dónde mierda voy a encontrar mi yerba? Nunca más.
Fabio, yo te creo lo de tu hermano; vos lo conocés de toda la vida. Pero igual te digo: hay que revisar lo que hagamos, cada movida desde que lleguemos, por los cuatro costados, —el Yoruga seguía en su tirante desconfianza— ¡se va a rechiflar el cabrón!, ¡por la Fiorino!, ¡por la guita!, ¿qué te creés?
Qué te preocupás al pedo, loco. Meté la cabeza en cómo vas a resolver tu vida. El laburo. Eso es importante; hay que ser rápido como trazo e’firma. Yo a lo sumo con vos me quedo tres días; después sigo solo. La Fiorino es tuya, Yoruga. Aunque vos no lo puedas entender, somos tres los que nos estamos salvando para siempre. Algo es algo —dijo Fabio vuelto hacia los bolsos desparramados en el asiento trasero, con una sonrisa cómplice que no estaba dirigida al Yoruga.


María Delia Matute
2004 

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