se lo dedico a Oscar, marido de la "envidriada",
por enfrentar este vía crucis con decisión y amor.
María Delia Matute
La congelada sabiduría de mi diccionario dice que un "suceso imprevisto, generalmente desgraciado, que altera la marcha norma de las cosas" se llama ACCIDENTE.
Pongámosle ese nombre, entonces, al relato y mantengamos la atención desafiante y kafkiana. Lo merece.
Fue el 28 de noviembre de 1992 en un cumpleaños infantil. Estaban los niños, dos abuelas y una tía. La mamá de la cumpleañera cocinaba. Una pizza fue para los niños, la otra para los "grandes".
El "accidente" entró con el primer mordisco y gambeteó a los dientes, engañó a la lengua y aceleró su firaje perpendicular en la tragada.
La tía Lili pareció ahogarse y quedó suspendida con las manos en algo y un gesto de dolor intenso, indudable.
No estaba ahogada, escupió sangre, recuperó una voz entre doblegada y vidriosa (adjetivo comprobable texto y días más tarde) para asegurar que se había tragado "algo" y, dueña de un sostenido control, más admirable que comprensible, decidió seguir en el festejo y contemporizar amablemente las consideraciones desconcertadas, y desconcertantes, sobre el "accidente". Soportó respetuosamente el martirio de la clavija que le perdonó la vida, tal vez por esto justamente, ...hasta que no pudo más.
Dos horas después del accidente la confiabilidad de la medicina privada dio una respuesta aceptable y acertadas: -Aquí no podemos hacer nada- le dijeron en el ITOIS, -no hay endoscopista, no hay endoscopio. -Vaya al Hospital Muñiz-.
Y allí llegó, ya convertida oficialmente en la paciente Liliana Flores.
El cuello engarrotado, escupiendo la saliva que no podía tragar, tensa, enmudecida, con una esperanza de apuro puesta en ese hospital público que atiende, fundamentalmente, sidosos e infectados.
La endoscopía no mostró al "objeto extraño". Un coágulo se desprendió de la sombría llaga esofágica. La inflamación extrema demoraba diagnóstico y alivio.
A 86 horas del "accidente" regresó al Muñiz. Dieta líquida y reposo no aliviaron ni el cuerpo ni la convicción de la paciente. Su dedo señalaba un lugar exacto en el lado izquierdo de su cuello, -"aquí tengo algo clavado"-. La segunda endoscopía no mostraba nada pero la radiografía le dio la razón al dedo. Un "objeto extraño" sonreía desde su posición privilegiada, a medio camino de la tráquea, del paquete ganglionar y de los vasos sanguíneos.
Los médicos del Muñiz se mostraron cautelosos, criteriosos y decididos. Urgía trasladar a la paciente a un lugar de menos riesgo de infección y operar.
A las 88 horas de tragarse al "intruso", en la paquetísima y privada clínica "Esperanza", comprobó, conmovida, que si la inteligencia humana es limitada la estupidez no tiene límites, ni la desvergüenza fronteras: un técnico amable y apresurado le hizo radiografías de frente y espalda (que abonará la Obra Social) y le aclaró que, tal vez, parte del "objeto extraño" había migrado a un pulmón!!
La tía, ya convertida en paciente, recordó que en su salud es fonoaudióloga y no se detuvo a mandar al carajo al técnico porque era mejor mandar ahí mismo a la clínica entera.
Habían transcurrido 92 horas desde el "accidente" cuando entró a terapia intensiva del Hospital Francés.
Una vez más la esperanza de desvincularse de su huésped renacía. Estaba en un grandioso y afamado hospital privado.
A poco de internarse la atendió un médico de apellido japonés, con rasgos al tono, y dio por sentado que estaba en manos de la milenaria sabiduría oriental... no volvió a verlo... y él a ella tampoco.
Pasó internada, entre terapia intensiva y sala, cinco días y medio sin que volviera a verla un médico del hospital.
Sin atención médica, sin poder comer, con una flebitis, porque sus venas habían tomado la delantera en materia de reacción, se fue del célebre Hospital Francés hacia las viejas y públicas camas del Hospital de Clínicas.
A esta altura ya competía en un certamen de resistencia vital y a la tribuna que la alentaba, familia y amigos, se sumó el equipo profesional de la Sala 3 de garganta y la impavidez admirada de los estudiantes de la materia.
Las tomografías computadas, precisas e inmediatas, mostraron un desconocido y alarmante "objeto extraño" acorralado para siempre, gracias a la premura con que un músculo lo recibió, luego de que atravesó la pared del esófago, abandonándolo, igual que a la paciente los médicos del Hospital Francés.
Ya en diciembre, el jueves 10, en el quirófano del Hospital de Clínicas, los médicos de la salud pública acorralaron al objeto atrincherado durante 279 horas, lo alcanzaron, agujero en el cuello y lograron vencer toda resistencia.
La paciente pasó a ser la operada Liliana Flores y el objeto extraño un trozo de vidrio templado, desprendido en anterior accidente de vaya a saber dónde en dirección a la masa de la prepizza de "Ecomax", prestigioso, confiable y popular supermercado de Avellaneda.
El vidrio del escándalo pasó de mano en mano, alojado en la gasa que reemplazó al confortable músculo, y quienes pudimos ver de cerca a esa medialuna siniestra, afilada y de doble punta, hemos empezado a considerar la existencia de los milagros.
La operada, con optimismo a prueba de medicina privada y de vidrios panificados, cree poder recrear la normalidad alterada. Eso sí, sabe que hay un antes y un después del "accidente".
Enchalinada de gasa blanca, con un tubito-drenaje saliendo de su cuello, otro tubito-alimentador colgando de su nariz y 5 kilos menos regresó a su rol de mamá el 13 de diciembre.
Se está recuperando. A quienes quieran agradecer a Dios se les ruega también hacerse tiempo para agradecerle que no todos los hospitales se hayan privatizado en este país afectado de tal síndrome.
El "accidente" nos ha planteado interrogantes y terrores, y mostrado el norte de nuestra incertidumbre.
¿Cuál fue el "accidente" principal y cuáles los secundarios?
Podemos vivir sobresaltados como si, acechando entre bambalinas ciudadanas, nos apuntara algún revolver de conspiración en crecimiento horizontal Sobrevivimos resistiendo, pero ¿tener que sospechar del apasionado e inocente rubor de una pizza?...
La normalidad que destruyó este accidente es la de la vida cotidiana de la tía-señora-paciente-profesional-operada-mamá Liliana. Pero no logró destruir la normalidad laboral de la panadería, ni la inercia, indiferencia, inoperancia, ineficacia e inutilidad de los centros médicos donde se trabaja por el interés-ganancia. Ni siquiera logró romper con la normalidad del trabajar bien en el público Hospital de Clínicas, a pesar de todo. A pesar del intento bastante exitoso en el país de convertir en retazos la dignidad humana.
Y así estamos, pensando que algo debiéramos hacer para que no crean que sólo somos los que comen vidrio.
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