martes, 21 de agosto de 2012

Tras Ellas

Despacio y decididas dan la vuelta a la Plaza.
Y uno les mira la firmeza altiva,
uno les lee los ecos del dolor en la cara,
y admira el llanto viejo y seco que no escapa.

Uno las ve dar órdenes, agitar las columnas,
las ve arrancar sonrisas y despertar ternuras,
uno va a cobijarse a la sombra materna
que despliegan al paso de las marchas.

Uno sabe que van en duelo lento,
que el corazón les va en un pozo helado
y ciego de dolor, pero que es corazón,
que es conmovido corazón humano y desgarrado.

Uno escucha sus voces con eco de rugido,
siente el temblor que sienten de escalofrío permanente,
las ve apretar al muro de silencio el oído
y levantarle al odio el desafío imponente.

¡Qué tormento infinito que cuesta ser un héroe!
¡Madres!, qué sacrificio construir dentro ese edificio:
el edificio blindado que deja fuera el desaiento.

Uno las ve portar sus hijos en pancartas y fotos,
sabiendo que no les queda más que eso y coraje,
y sabemos que saben que caminan
sobre los huesos rotos.

Uno las ve arar día tras día
la tierra seca del olvido.
Y regarla.
Las ve reconocer y alertar al espía.
Y protegernos.
Tras ellas uno entiende que ser héroe
es más que un sacrificio,
es más que ser humano con derecho al dolor,
que es no gozar el consuelo de la vida sencilla,
que es oponerle frente alta al martillo del odio,
y es morirse en la muerte de los otros, pero en vida;
que es caminar una avenida de ausencias
sin tenderse a llorar.

Uno las ve, las oye, las escucha,
y quisiera imitarles esa vida,
tener esa medida que en la lucha
junta exacto coraje y pena desmedida.

Tener esa conciencia dolorosa y fraterna,
ese filudo y dulce fuego de metal,
esa sublevación pura y materna,
esa estrategia dura contra el mal.

Tener, digo, quisiera, como Ellas
la inequívoca y lúcida conciencia,
inconmutable como las estrellas:
la sangre derramada es nuestra herencia.

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