La vida podía estar
buena. Poder. Ese es el problema —pensó Fabio. El revoltijo de sus
tripas concordaba con el desorden de las cobijas; atrapado entre sábanas y
colcha deseó quedarse inmóvil hasta digerir las imágenes de lo soñado. Después de todo —se sentó aceptando la
obligación— soñar a pata suelta le da
sentido a vivir.
Cuando parecen en los
sueños, me dan estas ganas de irme a la
mierda, bah, de esta mierda. Todos parecen tan contentos acá, ¿de qué? —dijo en
voz alta camino al baño, como si hablara a otro.
Copia los movimientos de todas
las mañanas pero los gestos cotidianos se le encarajinan: chorritos de pis
bordean por el inodoro, indecisos hasta deslizarse por fuera como un deshielo
amarillento. Se ducha con agua casi fría para esquivar la erección diaria,
insistente. La melancolía lo vuelve infantil, le acentúa su pinta de muchacho.
Nadie le daba los cuarenta y uno: las caderas estrechas, magro, altura media,
cabello lacio, abundante, tan plumoso como los de un adolescente, siempre bien
recortado, no corto, para disfrutarlo escurridizo, flojo entre sus dedos al
acomodarlo hacia atrás.
Va y pone el agua a calentar;
vuelve y se afeita sin mirarse al espejo, mientras camina por el cuarto con la
maquinita trastabillante por la piel blanca; bordeando la boca de labios bien
formados. Ha recuperado la semisonrisa abstraída que despistará posibles
miradas a sus comisuras caídas, desdeñosas. Los ojos oscuros, alargados, casi
entornados para que las pestañas, tupidas, añadan sombra a las ojeras del
aburrimiento; elige entre lo poco: calzoncillos, medias negras, el pantalón yin
azul oscuro, la camisa gris con rayas finitas, al tono del pantalón. Se está
por preguntar otra vez por qué Jorge quiere que se vista siempre así, casi un uniforme, pero sacude la cabeza
para admitir que ya lo sabe: “el que se
viste sencillo y parecido todos los días y recorre los mismos sitios pronto
crea una costumbre y no lo ven, es un cuadro más, una cortina, ¿entendés?”.
Entendía. Sobre todo porque el tono de Jorge no era persuasivo, ni tolerante.
El agua hervía; la toalla se
resbaló y entró desnudo a la cocinita.
En ese momento repiqueteó el
celular y volvió hasta la mesa del dormitorio para atenderlo.
Apretó la teclita y arrojó el
celular con todas las ganas de destrozarlo, de sacarse de encima la obligación
de cada mañana. Cerró con fuerza las manos y repetidamente alzó los brazos y
descargó puñetazos contra los muslos; fue de máxima a mínima violencia..
El celular se había estrellado
sobre la cama, estaba a salvo, sano, enterito. Este comisario no es como el otro —pensó—. Este es un hijo de puta; hace como que no sabe de los arreglos. La
nuca inclinada, como si los pensamientos le vinieran desde el piso, sin parar
todavía los puñetazos, menudeándolos, amansando la bronca en las piernas
temblonas. Este cada mañana finge
estupidez; ¡minga, estupidez!, sabe que me pone nervioso: “entonces ¿no tiene
que firmar planilla ni una vez por semana?, ajá, y dígame, el certificado de
trabajo ¿cuándo vence?, ¿cada tanto lo renueva, o no?”. No era tan fácil
como se lo había pintado Jorge. Con este
sorete, no.
Sacudiendo la cabeza, resopló
como un caballo; los presos veteranos hacen eso y a la larga se prueba y se
comprende que relaja.
Se puso la ropa interior, la camisa,
el pantalón, buscó el celular, lo revisó de gusto, lo guardó. En la cocina, el
agua se evaporaba.
Fue, abrió la ventanita para
disipar tanto vapor; oteó el cielo sin nubes, buen día invernal, luminoso,
helado.
Se preparó el café, se acercó a
las hornallas encendidas para beberlo y sintió que el fuego acentuaba el frío.
Lo apagó, cerró la ventana y volvió al cuarto.
Reconoció que el café le había
salido más insípido que liviano. Tenía que pensar en la entrevista con el
publicista; repasó la descripción del tipo que le había hecho Jorge. Estas
citas cada vez más frecuentes, donde improvisaba sobre publicaciones y libros,
volantes, afiches, le provocaban retorcijones de panza. Fingir que entendía del
asunto, tener respuestas prontas, inteligentes y, sobre todo, una serenidad a
prueba de terremotos. Fácil de decir,
Jorge, y fácil de hacer para vos que chamuyás de lo que venga como un doctor,
imperturbable. La personalidad, el temperamento digo, o el carácter será, no te
lo cambiás ni con título —pensó y no entendió para qué pensaba lo que nunca
expresaría.
No quería concentrarse en lo
soñado, pero no podía evitarlo ¿Qué será
de la Irina y los niños?, ¿qué habrá sido de ellos? El que iba a nacer ya
tendrá como quince.
Se levantó y fue a mirar por el
ventanal que daba a un paisaje de techos y terrazas y se puso a mirar si había
antenas o algo que lo distrajera del sueño donde la Irina le había traído una
torta de maíz a la cárcel y lejos, como si la visita fuera en un descampado, se
veían tres niños que agitaban los bracitos como saludo.
Tenía que salir, aunque fuera
temprano, hacer tiempo por ahí. Irse, caminar, burlar la trampa.
Tomó la campera-gabán azul
oscuro, uniforme total.
Bajó más consternado que
habitualmente. Ya en la vereda, estaba observando que no se veían vehículos
hacia la Plaza cuando a lo lejos divisó al Yoruga: petiso, rechoncho, pelo
negro, sin rastros de canas, con rulos apretados y desaliñados hacia la frente
para disimular la amenazante calvicie; ya no daba el melenudo rebelde de veintitantos
años atrás; los ojos redondos y saltones, la boca más hinchada que carnosa lo
acercaban a una caricatura viva y, por si fuera poco, alegre. Venía con esa
sonrisa fraternal; Fabio lo supuso dispuesto al abrazo y al beso. Se libró de
lo primero con una torsión rápida y se dejó besar diciéndole “me parece que hay
quilombo en la Plaza”.
“¡Hay quilombo en cinco cuadras
a la redonda, Fabi!, no podía llegar, che”.
Fabio lo miró con la sonrisa
lánguida y los ojos mansos, deseando decirle no me digás ese diminutivo, me
llamo Fabio, pero se aguantó; pensó en Jorge: “vos te tenés que hacer fama de tierno, melancólico y amistoso, sobre
todo amistoso. Acordate de decir compañero y compañera de vez en cuando”. Esto
último no le había salido ni una vez en los meses que llevaba trabajando.
Voy hasta la avenida y me tomo
algo —dijo alejándose. El Yoruga empezó a suponer que por ahí encontraría un
bondi y alguna otra tontera estaba diciendo mientras Fabio ya doblaba la
esquina.
Se apuró, rumiaba ese desprecio
escondido y entonces la vio. Estaba exactamente igual a cuando él tenía unos
quince o dieciséis.
Se corrió hacia la pared y ella
pasó lentamente, como deteniéndose sin hacerlo. Él siguió unos pasos en esa
línea de desvío y terminó apoyando la mano derecha contra el muro. Durante
varios minutos miró hacia el suelo; supuso que ella estaba detenida, vuelta
hacia él, mirándolo con intensidad, aparentemente seria.
Se abrió una puerta, alguien le
preguntó si se sentía bien. No contestó, ni siquiera miró.
Se enderezó y rotó para verla.
Volvió hacia la esquina, miró
hacia todos lados; no estaba. Tan pocos transeúntes, ningún auto; todo le
aseguraba que ninguna mujer alta con pollera plisada color malva y casaca
floreada caminaba por la avenida ni por la calle transversal. Tuvo deseos de
correr hacia el bajo; tal vez le había dado tiempo a doblar; tal vez se
escondía en algún umbral. Corrió en dirección a la Plaza; volvió sobre sus
pasos. Nada, nada.
Retornó, abrió la puerta de
vidrio con un empujón, avanzó hacia el salón, zigzagueaba. El Yoruga,
sobresaltado, gritó ¡¿Fabi?!; el grito lo detuvo, giró, retomó apurado el
camino correcto, pasó por el costado del mostrador en dirección a la angosta
escalera. En el segundo piso, agitado, la vista nublada de lágrimas,
semiahogado, esperó el ascensor. Descendió en el cuarto piso en peores
condiciones, sollozaba y se golpeaba los muslos con los puños. Subió el tramo
de escalera al quinto, escalón por escalón, pesadamente y fue derecho a la
cama.
El Yoruga temía pensar, temía
reconocer su miedo. Los dos hermanos Sardoner vivían para crearle dilemas, no
sólo qué decir, cómo decirlo sino cuándo. “¿Llamo
o no llamo? Esto es raro, no tuvo tiempo de llegar muy lejos, ¡qué va! Y volvió
descentrado, loco. Algo le pasó. Yo llamo, ma´sí”.
Jorge irrumpe y cierra
ruidosamente al tiempo que lo llama con vozarrón de barco: ¡Qué te pasó!, ¡ahí
abajo está el Yoruga desconsolado! Me llamó y me pidió que venga sin más
explicación. Te vio mal —dice parado ante Fabio que no levanta la cabeza ni
parece enterado de su llegada. ¿Te comentaron lo del pibe ése que colaboraba en
el Centro Cultural? —agrega acercándose a la mesa, corre una silla, se sienta—,
lo tenés que ubicar, un pibe muy charlatán, Marcos Giovekis o Giovenkis: en la
última asamblea allá fue el que más habló.
Fabio levantó la cabeza como si
volviera de un desmayo; enrojecido, las pupilas distantes, la boca
entreabierta.
¿Te acordás o no? —el tono ya es
socarrón, se está molestando—, lo conocés, ése que tenía la ansiedad típica de
los que se han mimetizado con el Che Guevara y no duermen: laburan, leen,
discuten, imaginan. Que estaba siempre citando frases célebres, ¿me estás
escuchando, no?
Fabio sacude la cabeza, afirma
pero no se sabe bien qué.
Bueno, listo el pobre, la
policía lo reventó hace una hora en una manifestación. ¿Entendés? —la voz de
Jorge tiene la misma inflexión y tono de cualquier otra charla o tema, desde
esa voz cualquier noticia está superada, no hay dolor, ni alegría, ni
provocación, ni admiración.
El rostro de Fabio se tensa y
contrae, lo oculta entre las manos, y se sacude con un sollozo rápido; sabe que
Jorge va a estallar si no habla.
Vi a mamá —dice— y lo repite en
tono más alto, más claramente: vi a mamá; se descubre el rostro, se sienta,
mira a su hermano y ve que un arco de sombras le cruza la mirada entre dos
pestañeadas.
Parece que una mano apretara la
garganta de Jorge mientras grita: ¡En este momento, pedazo de pelotudo, toda la
manifestación está yendo hacia el Centro Cultural!, ¡hasta las gomas que tenían
para quemar van a meter allá y vos me hacés venir acá!, ¡¿para qué?!, ¡para
decirme que viste a mamá!, ¡a mamá! —se ha puesto de pie.
Fabio se incorpora, arrastra la
otra silla, tapizado azul con líneas blancas, silla de oficina, traída desde el
Centro Cultural al que fueron donadas ya nadie recuerda por quién; ahora es su
silla, la trae hasta la mesa hecha a mano por el primer grupo de trabajadores
desocupados que apoyaron el proyecto —¿qué
habrá sido de ellos?, piensa estúpidamente, se habrán ido corridos por acusaciones falsas y convenientes. Se
sienta, apoya la cabeza en la mano del brazo que acoda sobre la mesita.
—Soñé también. No me puedo sacar
a la Irina de la cabeza. A mi pibe, que ya tiene quince años.
Jorge lo interrumpe: ¿soñaste?,
¿con mamá y con Irina?
No —dice Fabio, seco y resuelto—
a mamá la vi, ¡la vi!, acá a la vuelta, por la calle —con el cuerpo embrutecido
tira la silla.
¡Ah no! —también Jorge se
levanta— Mamá resucitada y la Irina, como le decís vos, ¡haceme el favor!, ¡tu
pibe! —se saca los anteojos, busca un pañuelo y los limpia; Fabio sabe que está
tratando de controlarse.
¡Qué pibe! —lo mira pero Jorge
ve muy poco sin anteojos, así que Fabio comprende que no quiere verlo— Si vos
sabés que debe haber abortado al día siguiente que te subieron al avión. En
cuanto se enteró de todo, ¿pensás que siguió con el embarazo?, ¿vos hubieras
seguido? ¿Acaso le habías contado la verdad? Si tenías nombre falso, ¡todo
falso! ¡Sí o no!, ¿le contaste que te apresaban por asesino? Por matricida,
exactamente.
Fabio inspira hondo —Si la
alcanzaba —dice mientras acomoda la silla, se distiende un poco y suaviza el
tono, se sienta—, si le hablara, le pediría que me aclare si cree que fui yo.
Todo indica que la maté pero yo no lo sé. Me acuerdo de que peleamos.
Otra vez Jorge lo interrumpe;
grita enfurecido: ¡Cómo vas a decir que la viste, que le hablarías! ¡Si la
vieras realmente, después de veintidós años de muerta, ¿te imaginás qué
verías?! ¡Contestame, la puta madre que te parió!, ¡qué verías!
Fabio ha vuelto a acodarse en la
mesa y sigue con el mismo tono cansino: me acuerdo los sillazos, los ruidos de
lo que se estrellaba, el jarrón, la lámpara. Me acuerdo como una foto: te vi
con el paragüero alzado, yo estaba casi de rodillas, te agarré una pierna
—Fabio dobla el cuerpo hacia delante y deja entre los muslos las manos
colgantes con las palmas enfrentadas.
Jorge se arrodilla, lo toma de
los brazos y el apretón desmedido que le estrella los codos ante el pecho
sacude el cuerpo de Fabio. Le grita: ¡Pará!, ¿no te das cuenta? Recién zafaste
de la cárcel y vas a ir a parar a un manicomio; ¡pará! Estás estresado.
Escuchame bien.
Fabio rechaza la parálisis que
le imponen las manazas—; ¡soltame! —dice.
Jorge insiste— Escuchame: ni
bien se termine este laburo que cerrás hoy, te consigo cinco días y te vas a un
spa. Chau estrés.
Le ha aflojado la presión pero
todavía le sostiene los brazos—, ¿oquey? —agrega. Y ahora basta —dice, se ha
incorporado, recoge la toalla aún en el piso desde la mañana, se restrega la
cara con la boca entreabierta y sin parpadear; sudaba la bronca como si fuera
un retorcijón de hígado.
Te doy cinco minutos, ¡cinco!,
¿eh? —lo estaba mirando ya con los anteojos puestos y lo señalaba, medio
abierto de piernas, las órbitas exageradas, casi jadeante— para que ordenés tus
pensamientos. ¿Así que vos no la mataste?, ¿por eso te la encontrás resucitada?
y, encima, te preocupa un ¡posible hijo adolescente! ¡Pelotudo! ¡En cinco
minutos decime si hacés el laburo o te lo hago yo!
Pasado el mediodía el sol iluminaba
exagerando el desorden de la cama, alguna manchita del piso, grisaba el
polvillo en los objetos olvidados pero también otorgaba calor doméstico a las
paredes blancas, al floreado de la colcha, al tapizado eléctrico de las dos
sillas, a la madera barata y sin pintar de la mesita.
Fabio alzó más la cabeza y
acompañó los movimientos de Jorge con la mirada. Se esforzaba por pensar qué
ocurría ahí en ese momento.
Jorge estaba de espaldas,
mirando por la ventana; sonaron las teclitas del celular; seguramente intentaba
ubicar al publicista. Fabio puso la frente en una mano y con el pulgar y el
mayor apretó cada sien. Se distrajo de lo que hablaba Jorge, calculaba lo que
sería una trompeadera entre ellos. Él era un poco más alto pero Jorge ganaba en
todo lo demás: peso, músculos, decisión y frialdad; se puso de pie y deslizó
las palmas contra los muslos, firmemente, sin asociar ese movimiento con los
puñetazos de la mañana porque ni siquiera registraba lo que hacía.
Tosió repetidamente; Jorge se
volvió; la cara partida por el celular; la mirada distante y seca.
Voy yo, voy yo —dijo Fabio con
tono indiferente como si estuviera ofreciendo una ayuda desinteresada.
Jorge volvió a darse vuelta y
cortó en segundos, sin que Fabio registrara lo que había hablado. Fue una
coincidencia, che —dijo—, el tipo éste tampoco pudo ir, así que te espera a las
quince ahí mismo.
Fabio sintió que algo debía
decir: ¿En el bar del Centro Cultural? —ya no sostuvo la mirada de Jorge, ni le
extrañó el breve lapso antes de la respuesta.
Por supuesto y, por favor, no
hablés más. Hoy estás para decir una estupidez tras otra y te conviene
concentrarte en la reunión con este chabón; te va a pagar por adelantado pero
todo tiene que estar listo la próxima semana —Jorge habló rápido, simulaba
indiferencia— Así que el sábado te vas a descansar a Diquecito, che. Yo arreglo
con el director del penal, vos tranquilo.
No te va a ser fácil con éste,
no te creás —quiso advertirle Fabio, al recordar el interrogatorio de cada
mañana, pero Jorge bramó: ¡No hablés más te dije!
Le dio la espalda, no agregó ni
un gesto y al salir golpeó la puerta sin asco.
Fabio encendió un cigarrillo y
notó que había ensalivado el filtro. Quedó inmóvil y ausente hasta que reparó
en la caída del cilindrito de ceniza y la colilla apagada entre los dedos; las
lágrimas le aplastaban lamparones sobre la camisa.
Se lavó la cara, se peinó, colgó
la toalla, estiró las cobijas y decidió que almorzaría antes de la cita de las
quince horas.
Desde el descanso, antes del
tramo final de la escalerita, vio al Yoruga: permanecía de pie tras el
mostrador circular que le tapaba hasta los codos. El Yoruga lo miró compungido
y Fabio decidió que almorzarían juntos.
Che, Yoruga, pedite dos
sánguches de milanesa completos —le dijo y levantó la mano derecha con el
pulgar alzado y sonrió. El Yoruga no dejó de mirarlo mientras encargaba el
pedido al bar. Fabio encendió un pucho, convidó y consideró que el hombrecito
raído, lento, de simulada sonrisa canchera, de última, considerando ocasiones,
le caía bien. Le descubría algo diferente: un humor bonachón, oportuno, una
disposición para dar una mano en cualquier momento y tarea; un tipo optimista
que trataba bien y de igual a igual a cualquiera con la excepción, consabida,
del que era excepción para todos; capaz de escuchar y de burlarse sin ofender.
Pensó todo de un tirón, giró y se apartó inquieto, sin conocer la razón de sus
absurdos pensamientos.
Cuerpeó de maravilla la reunión
con el cliente: lo escuchó con paciencia, repitió de memoria la conveniencia de
las películas sobre los vegetales, del papel más caro sobre el de menor
gramaje, de los cuatro colores. Se mostró alerta, paciente, interesado como si
lo escuchara, mientras el publicista hablaba de arte, de negocios y hasta de la
propia familia. Arrinconados a la derecha de la entrada, contra el vidrio, la
calidez del sol daba de lleno en la mesa y Fabio sentía el cuerpo entibiado y
cómodo y se le hacía sencillo hacerle suponer al tipo que la estaba pasando muy
bien; hasta que por fin el hombre se dio cuenta de la hora y dijo “lo
convenido” —esa palabra usó— antes de meterse la mano en un bolsillo del saco y
extraer un sobre que deslizó por el contorno de la mesa redonda, lentamente,
con sonrisa de japonés que comete una travesura, sin que Fabio se turbara
siquiera porque en ningún momento habían mencionado el precio, ni la forma de
pago. El tipo se despidió con palmadas en la espalda y todo.
Fabio resopló discretamente y se
levantó a buscar a Jorge. Preguntó a los habituales informantes y, entre
evasivas, negativas y señales hacia la casa del fondo, fue deambulando por el
Centro Cultural. Se alejó del bar, pasó por estantes de libros y carpetas y
papeles; casi paseó por el pasillo observando los cuadros de los estudiantes de
pintura y dibujo. De lejos avistó, cerca de la entrada al salón de teatro, a la
secretaria de Jorge y empezó a hacer señas y dar largos y desacostumbrados
trancos en dirección a ella que amagó escabullirse, pero no pudo. Está en
reunión —dijo. Desde el lugar en que hablaban, la única voz que se escuchaba
era la belicosa de Jorge, parecía discutir solo. ¿Con quiénes, la reunión?
—preguntó y la mujer dijo no sé. Divisó al Yoruga, y sin más se fue hacia donde
se lo veía, un excluido entre las mesas del bar.
Le ganó con la parada —Che,
Yoruga, pasa algo fulero.
El Yoruga hesitaba: —Encontraron
un feto en el inodoro de uno de los baños; en el piso dejaron una nota
—anotició desasosegado, íntimo.
Sí, flor de joda —comentó Fabio
con su tono cansino, como si fuera preocupación, como si supiera.
Estaba escrito con sangre, Fabi.
¿Te das cuenta? ¡Qué pelotas!
Decí mejor qué ovarios —corrigió
Fabio un poco en sorna. El Yoruga tardó un segundo en sonreír— Decía que es del
hijo de puta de Jorge. Ahora hay que ver de qué Jorge, entre tantos con ese
nombre, ¿no?
—Andá a saber de quiénes,
Yoruga. De la mina tampoco se sabe.
El Yoruga miró el piso y Fabio
entendió que algunos sabían pero que a él no se lo dirían y ya tenía la pista. Jorge Sardoner, mi frater. Se dio vuelta
sin decirle ni chau.
Una exagerada indignación lo
decidió a salir a puras zancadas. Tomó un taxi hacia la Cooperativa; en el
bolsillo llevaba el fajo grueso; miró a hurtadillas sin sacar el sobre: el
publicista le había dado más guita que la vista a lo largo de su vida. Toda junta —cerró el sobre, palpó el
bolsillo y se quedó apretándolo hasta llegar.
Esperó sentado en el tercer
escalón, los codos apoyados en el cuarto, el pecho adelantado, una expresión
inusualmente desafiante y empecinada. Mientras esperaba que llegara Jorge, había
armado una frase y la machacaba sin pausa: no
seguiré viviendo ni volveré a vivir como he venido viviendo.
La entrada del Yoruga lo
sorprendió y no tuvo tiempo de improvisar, así que le soltó la frase con
lentitud, sin alarde, con los ojos más abiertos de lo habitual y la
pronunciación más clara. El Yoruga, avanzando, le dijo dos veces ¿qué? Pero no
repitió porque no era para el desconcierto de éste que se había impuesto no
decir otra cosa.
Se enderezó, bajó los escalones
y apoyó una mano en la pared. El Yoruga dio toda la vuelta y se acodó del lado
de adentro del mostrador: no te entiendo —dijo—, no sé qué trabalengua armaste,
pibe y encima tengo la cabeza partida. Me vine cuando llegó la cana al Centro
Cultural. Yo lo estaba esperando a Jorge pero hasta que no se termine el
quilombo, aquél tiene que estar allá.
Fabio resopló como los
presos-caballos y pausadamente dijo que se iba de la ciudad, que no podía
seguir: no aguanto más a mi hermano, ¿no te querés venir conmigo, Yoruga?
Pasó un silencio lentamente.
Pensátelo bien, Fabi. Yo tengo
las bolas llenas de algunas prepeadas de tu hermano pero la mano viene dura. No
hay laburo y acá hay poca guita pero es algo. ¿O no?
Fabio se dejó resbalar apretado
contra la pared y quedó en cuclillas, apoyó los codos en las rodillas y la
cabeza en las manos. Así, el Yoruga, desde atrás del mostrador ya no lo veía;
volvió a dar la vuelta para escucharlo de frente.
Como la verdad todos la conocen,
no hace falta hablarla, Yoruga. Si la cana se mete en este lío a mí me cagan.
Salta algo y estoy frito.
El Yoruga se encogió de hombros,
se corrió despacio hacia la escalerita, se sentó. Pensaba tenés razón, ¿quién carajo sabe cómo es la posta de todo esto? y
dijo: pero no, no tiene por qué joderse tu laburo acá. Aparte será todo
formulismo, Fabi, como siempre. Retiran el feto, levantan un acta y después se
muere todo en una pila de expedientes, pibe.
Fabio parece despreocupado de la
presencia del otro; habla porque tiene que hacerlo, para darse ánimo, ordenarse
los pensamientos: si alguien tiene una punta y puede joder a mi hermano, lo
revienta, ¿y a mí? ¡ni hablar!
El Yoruga se adelanta, queda al
borde del escalón angosto, haciendo un esfuerzo por entender la voz aplastada
contra las palmas. Lo tienta decirle “sacate la papa de la boca, loco”; pero
intuye que el horno no está para bollos.
Igual no importa, porque Fabio se endereza, se
para, saca los puchos y lo mira con esa cara joven, inmutable, como acartonada,
los párpados ya entornados, gesto posta para esconder una furia difícil de
discernir en la mirada súbitamente adormecida, paralizada, como si lo mirase
con pupilas empañadas.
¿A qué hora largás acá? —Fabio
cabeceó hacia arriba y el Yoruga entendió que hablaba de la imprenta. Se paró y
se le ubicó delante. Y —respondió— como a las veinte, veintitrenta, más o
menos, se van. Algunos tienen dos horas de viaje, imaginate.
Yo voy a prepararme el bolso. De
última, me voy solo o te acompaño a preparar lo tuyo y de ahí nos largamos
—Fabio ni preguntaba ni afirmaba, tentaba.
El Yoruga miró hacia la calle,
todo lo que cruzaba por la calle o la vereda era fantasmal, nunca se podía
calcular la hora con esa apariencia de atardecer que daban los enormes vidrios
ahumados; miró hacia el piso, extendió la vista hacia el salón que de allí ni
se veía. Pensaba que tenían que deliberar un poco pero también que el estado de
Fabio no daba para planteárselo.
Preparo unos amargos, ¿querés?
—se le acercó pero no llegó a tocarlo porque Fabio se abrió, caminó hacia la
escalerita y empezó a subir.
Meta. Mientras tomamos los mates
hablamos de qué hacer. Traételos al departamento, ¿oquey?
Mientras el Yoruga preparaba el
mate sonó el teléfono. Corrió maliciando quién llamaba. Jorge Sardoner vociferó
porque Fabio tenía el celular apagado y porque nadie sabía adónde carajo se
había ido. Cortó entre puteadas, sin despedirse y, entonces, el Yoruga lo puteó
a él, casi orgulloso de haberle mentido.
Subió al quinto pensando que le
envidiaba el departamento a Fabio. Era un chiche; tenía una ventana que aseguraba
luz en el cuarto todo el día; el baño hasta bañera tenía y la cocinita,
estrecha, como un pasillo, con esa mesada pituca de mármol clarito con dos
sitios ahuecados para sentarse a comer en los taburetes altos, como un
mostrador de bar, y la heladerita empotrada debajo, el armario arriba, la
cocina al final ahí nomás la ventanita. Este
pendejo está loco, dejar todo esto. Claro que no es esto lo que no le gusta,
se conflictuaba el Yoruga pensando en el mandamás.
La puerta estaba abierta;
¡¿Fabi?!, gritó y lo sobresaltó el mal
tono del ¡pasá! ¡y dejame de joder con eso de Fabi, ¿querés?!
La simple consecuencia fue que
cebó los primeros mates en silencio mientras lo veía amontonar en una valija de
esas de aeropuerto, con ruedas y todo, camisas, pantalones, zapatos, pulóveres,
frascos, aerosoles, ropa interior, libros, cuadernos.
No te va a cerrar —se animó.
Fabio sorbió largo, por tres
veces hizo carraspear el mate ya terminado.
Yo supe cuando empezó este siglo
que acá no había remedio, pero justo en ese tiempo fue que apareció en firme mi
permiso para las salidas laborales y me entusiasmé. Pero no doy más —dijo.
Fabio se sentó en la cama junto
al valijón, medio de costado para mirar de frente al Yoruga.
No, flaco, viniste después
—intentó recordarle, pero Fabio se paró, le devolvió el mate cabeceando
negativamente, socarrón: Vine unos días después de que acá empezara el siglo;
en la Argentina el nuevo milenio entró entre el diecinueve y veinte de
diciembre del 2001. Esa pirotecnia real, pedradas, tiros, molotov, las fogatas
en las esquinas, barricadas desde el Congreso hasta la Rosada, la caballería,
¿te estás avivando, no?; las cacerolas, la cana disparando a mansalva, los
pibes desangrándose en las veredas de las cuadras más históricas del país.
¡Hasta a las Madres de Plaza de
Mayo les dieron! —se entusiasmó el Yoruga—, la montada les tiró los caballos
encima, ¿te acordás?
Si no me acordara, no te estaría
hablando de esto —Fabio lo volvía al tema, impiadoso ante la emoción del otro
que ha recuperado el recuerdo trágico y con el mate extendido y el termo bajo
el brazo queda en un gesto de idiotez conmovedora.
Fabio le da cuerda al
despertador antes de arrinconarlo en la valija.
Acordate que entonces nacen las
asambleas barriales y los famosos clubes de trueque y faltaban calles y rutas
para desplegar piquetes y manifestaciones y la mar en coche —remató Fabio con
un vozarrón que era una casualidad en él.
Intentos de organización —atinó
con tono conciliador el Yoruga que seguía en la misma pose.
Bueno. —Fabio hizo el primer
amague de cerrar el valijón pero era imposible— En ese tiempo se pensó lo de
esta cooperativa, pero no entre muchos, ¿vos estabas? —el Yoruga no tuvo tiempo
de articular— Ni yo lo supe hasta hace poco. Atando cabos, loco. Si te ponés a
revisar, acá los ocupados seguimos siendo desocupados, ¿o no? Somos nada, no
existimos. Esto es un negocio y el bizcocho se cocina a puertas cerradas. En
pleno centro, ¡date cuenta!, editando libros de la zurda y folletos de empresas
privadas y esta papelería que me pagaron hoy, que aunque te quedés y mirés
hacer toda la impresión y la veas salir empaquetada, no vas a adivinar cuál es
el negocio, de quiénes ni por qué se hace acá.
El Yoruga optó por chuparse el
mate.
Fabio se concentró en acomodar
la montaña aplastando, extendiendo, reubicando.
Dejame que te diga algo, Fabio
—remarcó la totalidad del nombre—; yo valoro lo que siguió al 2001; las
asambleas populares y todo lo que dijiste vos —Fabio continuaba batallando con
la valija, ahora tironeaba del cierre, con una rodilla encima de la tapa, no
parecía concentrado en algo más—; todo eso mostró que teníamos solidaridad, ¿no
vale eso? ¿No vale que hay fábricas recuperadas?
Vale, —dejó de intentar lo
imposible, se incorporó y el Yoruga le notó una molesta pena en la mirada— pero
no hablemos de la generalidad; hablemos de lo que hablamos. Esto no es una
empresa recuperada. ¿Me captás? No te voy a explicar por qué, pero esta mañana
supe que me tenía que largar. No hoy; lo que me hizo ver que era hoy o nunca
fueron las caras en el Centro Cultural. Esto, la Cooperativa, nació de aquello.
Para hacer negocios hay que saber hacerlos, Yoruga.
¿Querés mate o no, Fabio? Mirá
que tengo que hacer una recorrida por abajo y también ver qué pasa en la
imprenta.
Fabio lo miró como si recibiera
una noticia inesperada. Se encogió de hombros, le dijo que dejara nomás, que
fuera, que dejara el mate, que él se cebaba, y cuando el Yoruga estaba saliendo
le preguntó qué decidía: ¿te vas o te quedás?
Nos vamos juntos; yo también
tengo los huevos llenos de algunas rarezas de acá —contestó.
Ya estaba por la escalerita y
sentía un gran aburrimiento, como si lo estuviera alcanzando la vejez. No le
había contado a Fabio el llamado de Jorge; una
forma de ir haciéndome cargo, se dijo. Nos
vamos en la Fiorino, se la afanamos y le afanamos la guita ésa que es por lo
que lo anda buscando.
Pasó por la imprenta; la
muchachada laburaba parejo, ¿convencidos
de que cumplen una tarea de socialismo, de que todo está en sus manos, de que
es control obrero? —se planteó difusamente, ni afirmando ni negando. Una
ola de ternura le arrancó un suspiro, inaudible entre las fotocopiadores, las
guillotinas y las prensas a toda marcha; casi todos le devolvían la sonrisa
desinteresada y decidió un gesto expresivo: cerró el puño izquierdo y adelantó
el brazo con el codo semidoblado, y dio un golpe en el aire acompañado con un
cabezazo de asentimiento: ¡muy bien, compañeros!, ¡vamos muy bien!
Se iba. En la recorrida por
abajo, metió algunas pertenencias en bolsas, acomodó trastos, guardó los
artículos de limpieza y ordenó sillas y mesas. Emprolijó el escritorio
diciéndose seria y solemnemente: no me ve
más el pelo; ¡qué se cree ése!, lo que me gano acá me lo gano allá y en
cualquier parte.
Fabio baja con el valijón, el
termo y el mate. El esfuerzo, el apuro, el miedo de que alguien aparezca le
baña la cara; deja todo sobre el mostrador y se seca con el revés del gabán.
Rejemos, Yoruga, —dice— rajemos —repite como si fuera un santo y seña.
Ni una palabra más; se acomodan
en la Fiorino estacionada ante el portón, a la izquierda, junto a la puerta de
entrada de la Cooperativa.
Viajan en silencio hasta llegar
a Burzaco.
Fabio lo sigue por un pasillo
angostísimo y se demora cuando desembocan en un patio rodeado de puertas desvencijadas;
se queda mirando los macetones donde unas plantas dudosas, como excluidas de
toda nominación segura, luchaban con la muerte, otras ya hacía años que habían
sucumbido y seguían allí porque no sirven
ni para leña —pensó. Se acercó a la puertita abierta por el Yoruga y
extendió la voz hacia adentro: ¡te espero afuera!; quiso evitar oídos extraños,
consciente de que desde otros interiores lo observaban.
Mientras volvía hacia el
pasillo, una mujer en solera, obesa y bamboleante, salió desde la oscuridad de
un cuarto y quedó enmarcada. Fabio sintió el empujón de esos ojos secos.
En la vereda, encendió un
cigarrillo y decidió fumarlo en la camionetita. Al cerrar la puerta vio que un
grupo salía del conventillo, les dirigió una mirada rápida y se acomodó de
frente al parabrisas. Eran cinco o seis niños y una mujer joven con calza negra
y buzo gris o desteñido; se gritoneaban; los chicos de unos doce años a los de
siete o seis y uno más pequeño que, tal vez, alcanzara los tres añitos,
chillaba enfurecido aparentemente contra nadie o contra todos, como la mujer.
En segundos sintió los golpecitos en la ventanilla; giró las órbitas sin
moverse, el chico volvió a golpear y oyó claramente: ¿no tiene una moneda para
comprar comida, don?
Estiró la pierna para hurgar en
el bolsillo, desvió la cabeza hacia el llamado; ya había dos. Oscuros o sucios,
más bien las dos posibilidades, ambos mostraban varias capas de ropa: cuello de
remera, buzo, chaleco, saco de lana o hilo; ajadas ropas que chingueaban de
todos lados y les acentuaban la apariencia de desabrigados, de hambrientos y de
roñosos.
Tenía varias monedas, tanteó
tratando de adivinar cuál era de veinticinco centavos; le volvieron a golpear
el vidrio, a repetir la pregunta; tuvo la seguridad de que seguirían golpeando
y sacó la moneda mientras manipulaba la manija para bajar el vidrio. Era de un
peso; la ofreció igual; el niño que ya aplastaba la cara al vidrio, a un tiempo
la tomó y codeó al que estaba pegado a él, giró y salió corriendo. Todos
rajaron tras él.
Fabio cerró el vidrio, puso la
traba de la puerta y se reacomodó sin destensarse. Por primera vez en el día le
cruzó la duda. Nada tenía tanta levadura como la miseria, ni tanto dinamismo,
se extendía dispuesta a atrapar a muchos más, cada día, y seguiría creciendo,
ahogando.
Recordó al capellán de la
prisión con quien, por indicación de Jorge, había conversado tanto los últimos
tiempos hasta obtener el derecho a la salida laboral; bueno, reconoció, más que
conversar con el cura se sometía a los monólogos sacerdotales matizados con
largos silencios mientras caminaban por el patio de la capilla, los pasillos
hasta su celda o sentados por ahí. Algunas frases le sonaban intactas, tal vez
la repetición, la insistencia del padre Aníbal que siempre decía más o menos lo
mismo: “Fabio, te has acostumbrado a vivir en la adversidad y las costumbres
son difíciles de abandonar, hijo.”
Tardaba el Yoruga; ya tenía
ganas de prender otro pucho y acababa de apagar. Se revolvió en el asiento,
miró hacia la entrada del conventillo y agarró los cigarrillos.
¿Qué significaría esa
frase del cura en este momento? En aquellos días sonaba más clara; ya cumplidos
los dos tercios de mi condena, Jorge aceleraba el asunto, establecía contactos. Ya Jorge le había dado la
noticia: manejaría la imprenta de la Cooperativa; tenía los papeles necesarios,
legalizados con ayuda de organizaciones de derechos humanos y algunos abogados
amistosos, políticos de relativo prestigio y dos comisarios de estrecha
confianza. En aquel tiempo esta información lo reanimaba, ahora lo contrariaba.
Pitó largamente y se esforzó en
recordar algún otro argumento. Ya estaba oscuro, las lámparas amarillentas al
final de las cuadras levantaban sombras movedizas. Un sonido ambulante,
mezclado con voces se acercaba: a unos metros los cartoneros empujaban los
sobrecargados changos de metal y carritos de madera caseros y conversaban
ruidosamente sin escucharse entre ellos.
La miseria callejera le ubicó
los pausados consejos del cura: “Hijo, para cambiar de vida, superar la carga
del pecado, descubrirle un sentido a tu existir, tenés que desplegar dos
virtudes: paciencia y autocontrol. No importa que no creas en dios; si el Señor
ve tus cambios, te proporcionará cambios.” Bueno,
¡qué mierda! —se dijo— paciencia y
autocontrol tuve de sobra; ahora el Señor me proveerá cambios.
Los cartoneros pasaban del otro
lado de la calle; varios miraban hacia la Fiorino con insistencia; cuando lo
distinguieron, algunos niños recibieron órdenes y cruzaron la calle a golpear
el vidrio y pedir las consabidas monedas
Fabio negó con la cabeza hasta
que, convencidos de que sería el único gesto, le mostraron el dedito mayor
alzado, le patearon el auto y le gritaron hijo de puta.
Se estremeció: recordó el
encuentro con su madre y se reafirmó en la señal. Era tiempo de cambios; ya verá el Señor, padre Aníbal; lástima que
me voy sin despedirme.
Mientras él ya fumaba el tercer
pucho, apareció el Yoruga; estaba mejor vestido, se esforzaba con los dos
bolsos, uno colgado del hombro, otro en la mano izquierda, el termo bajo ese
brazo; avanzaba con el brazo derecho semiestirado hacia arriba y en la mano el
mate, como si fuera un regalo valioso.
Está a punto —dijo y se lo
pasó—, nos van a venir bien unos amargos. Ahora llenamos el tanque y calculo
que en Zárate recién paramos, meamos, cenamos, seguimos, ¿oquey?
Fabio asintió tragando con el
mate su disgusto por la espera.
Durante un largo rato matearon
en silencio; Fabio miró la hora: faltaban diez minutos para las veintitrés. Se
terminaba el día nomás. Pensó en su mamá en ese instante preciso en que la
descubrió casi inmóvil en la luminosidad de la mañana y lo atravesó con el
brillo de las pupilas juguetonas.
Ella lo estaba cuidando, al fin.
Se dio vuelta, mirando entre los dos respaldos. Le llegó un leve aroma que no
aspiraba desde la adolescencia. Observó intensamente el asiento trasero y
comprendió que la presencia invisible, transparente, era una prueba de
reconciliación.
El Yoruga notó algo raro, un
estremecimiento de desvalido en Fabio. Lo miró y tuvo por seguro que nunca
sabría del muchacho ni como para compadecerlo. Optó por romper el mutismo: Che,
Fabio, ¿tenés alguna idea? No sé, de futuro, ¿qué pensás hacer?
Tardó en responderle; la
respiración alterada por el aroma materno le enronqueció la voz: Mirá, Yoruga
—dijo cuando el otro ya no esperaba respuesta— si digo liberación vos pensás
pelotudeces pero la verdad es que yo pienso que mi liberación es una cuestión
de astucia, ¿cómo decirte?, una mezcla de falta de moral, de prudencia y de
extremado autocontrol. Por ahora, la mía es ésa.
El Yoruga le mangueó un
cigarrillo y la pensó bien antes de decirle: no te entiendo, así como así,
digamos; si te quedabas a trabajar ahí ¿cuál era la diferencia?, digo.
Eso no era para mí, Yoruga.
Fabio acomodó la espalda contra
la puerta, como buscando el imposible de mirar de frente al conductor; el
Yoruga lo relojeaba y asentía con la cabeza como para darle ánimo. En el Centro
Cultural, ponele, —sacudió la mano con las yemas de los dedos juntas, en gesto
de pregunta— ahí varios me ponían cara de jueces suspicaces, no sé si envidia o
qué.
Envidia, seguro —dijo el Yoruga.
Otros, ponele, con eso de
compañero de acá, compañero de allá, ¡a mí!; curiosos chusmas y algunos con la
esperanza de que les dé una mano, un laburo. Y después, en la Cooperativa,
Yoruga, los demás. Esos pibes, las pibas, quince, dieciséis, diecisiete años,
con esa sonrisa congelada, para caer bien, ni hablar saben, tienen miedo o
vergüenza, no se oye qué dicen, no se les entiende. Y perdoná: los buchones de
mi hermano que dicen a todo que sí.
El Yoruga pregunta como si se
tratara de otro: ¿y por qué perdoná me decís?
Fabio sigue recostado en la
puerta, lamenta para sí que ya el mate se lavó y la poca agua del termo está
tibia; en oleaditas el perfume vuelve a cruzársele, se sonríe, cómodo.
Mirá, Yoruga, ¿sabés las veces
que oí a mi hermano putearte?; más de las que lo oíste vos y ¿cuántas veces te
oí pararlo, contestarle algo?, ¿cuántas veces le paraste el carro?
El Yoruga casi lo interrumpe,
pero Fabio se impone: ni una vez, viejo. A mí sí me podés mirar, a Jorge no lo
mirás, aunque no te des cuenta, es así y de eso no salís más. ¿Sabés por qué?,
porque mi hermano confía únicamente en sus propias impresiones. Es así; nada
más cuenta. Si la primera vez que hablaron le impresionó que sos un boludo,
todo lo que esperará es que le confirmés eso. Y no te deja salida, no te
permite ser más que eso, un boludo. Por eso no la pifia jamás.
El Yoruga se encoge de hombros:
puede ser —dice— pero vos tampoco le contestás mucho y sin ir más lejos, mirá,
te vas huyendo, gambeteándolo, lo plantás, le afanás la Fiorino, la guita. Y no
te critico, te ayudo. Tu hermano siempre mostró la hilacha, che, pero.
Fabio no lo deja seguir; se
reacomoda en el asiento, hace un gesto que es ¡basta! con las manos: No quiero
hablar más de Jorge, Yoruga, y menos sacarle los trapitos al sol, con lo hecho
ya está bien.
Quedaron en silencio. Fabio
observó la ruta, se sintió lejos de la capital. Fuera del alcance. Soltó una
risa breve y sacudió la cabeza; el Yoruga lo miró y el perfil inmóvil le hizo
comprender que la ola de alegría no lo incluía.
Una bandada de pájaros cruzó
casi rozando el techo del vehículo que iba adelante, una ronda de graznidos se
estrelló en el parabrisas, invadió la cabina, le tensó los brazos al Yoruga que
sintió el mal presagio y resolvió que no tenía sentido comentarlo. Si a éste le da lo mismo —pensó—; total, si a lo mejor los pájaros tratan de
avisarme que estoy viajando con un mal presagio. Los Sardoner son dos pájaros
de mal agüero —se recordó.
Nada, fuera de algún suspiro o
carraspeo, rompió el silencio por un tiempo de alta velocidad.
El Yoruga, influenciado por los
pájaros durante largo rato, pensó mal de los dos Sardoner como si fueran uno
solo; después le despuntó el remordimiento. Aunque
esta amistad sea efímera está motivada por el miedo de nosotros dos hacial el
otro —la reflexión lo reconcilió inmediatamente; tiró una mirada hacia el
costado, con sonrisa interesada en atraerlo hacia algún tema o divagaciones sin
sustento, de hermandad y punto.
Fabio había estado relajado,
casi en duermevela, abandonado a mirar el pasto, las sombras, las luces
suspendidas en la noche; por momentos se había exigido pensar en qué era y qué
quería ser pero la solidaridad con el paisaje le producía más satisfacción y
ternura para consigo mismo. El que conducía fue nadie, suprimido de su
presente. Tanta paz le fue llenando la boca de saliva y al tragarla disfrutó;
más que reconocer que el hambre lo hostigaba, percibió una sensación de placer, de lágrimas dulces.
Por unos instantes tuvo conciencia de una valentía propia, raquítica pero toda
suya; expandió el pecho aspirando el aroma de una compañía extra que sólo el
conocía y se supo digno de su libertad.
Notó la mirada del Yoruga; al
descubrirlo se le impuso una gratitud voluntaria y sincera. Estiró el brazo
izquierdo y le palmeó el hombro; abandonó la mano allí.
Che, Yoruga, cuando lleguemos
adónde sea que vamos, nos dividimos la guita mita y mita y si te parece,
festejamos en el casino, si hay.
No, yo paso. No soy de casinos
ni de timba. Yo prefiero un quilombo, una buena puta, o dos —respondió el
Yoruga. Y continuó, fuera de tema: Ya estamos muy cerca de un parador. Después
cruzamos; no vamos a tener problemas, los papeles están en orden; tengo tarjeta
verde a mi nombre.
Igual yo. Ni sé para qué pero
Jorge me hizo hacer el registro, la tarjeta, nunca rendí ni firmé algo, yo
apenas manejo y, la verdad, para la mierda; por eso no te ofrecí turnarnos,
¿entendés? —aclaró Fabio.
Si tu hermano llegaba a
sospechar esto, ni vos ni yo tendríamos papeles. A propósito, ¿no pensás que ni
bien descubra el fato nos tira una jauría encima? —sin miedo, el tono del
Yoruga incluía curiosidad por lo que consideraba seguro.
No me parece; se va a cabrear
pero no. Va a aceptar que perdió; no va a planear perseguirnos; va a inventar
algo para los demás y él mismo se va a convencer de que nuestra huida le
convenía. O no sé; por ahí tenés razón vos. No me calienta. —Fabio volvió a
reacomodarse en el asiento, cruzó los brazos— Mirá, Yoruga, a mí no me preocupa
mi hermano, me preocupa la Rosamonte, que es la única que se deja tomar. Tu
yerba la aguanto pero me reafirma el gusto por la otra; ¿dónde mierda voy a
encontrar mi yerba? Nunca más.
Fabio, yo te creo lo de tu
hermano; vos lo conocés de toda la vida. Pero igual te digo: hay que revisar lo
que hagamos, cada movida desde que lleguemos, por los cuatro costados, —el
Yoruga seguía en su tirante desconfianza— ¡se va a rechiflar el cabrón!, ¡por
la Fiorino!, ¡por la guita!, ¿qué te creés?
Qué te preocupás al pedo, loco.
Meté la cabeza en cómo vas a resolver tu vida. El laburo. Eso es importante;
hay que ser rápido como trazo e’firma. Yo a lo sumo con vos me quedo tres días;
después sigo solo. La Fiorino es tuya, Yoruga. Aunque vos no lo puedas
entender, somos tres los que nos estamos salvando para siempre. Algo es algo
—dijo Fabio vuelto hacia los bolsos desparramados en el asiento trasero, con
una sonrisa cómplice que no estaba dirigida al Yoruga.
María
Delia Matute
2004