Hoy... ahora...
en este momento (21 de febrero de 2013), que tengo la profunda emoción de tener a Camilito durmiendo
plácidamente en mi cama, vuelvo a necesitar compartir este chacho de historia
que resume sintética, pero profunda y sinceramente, algo de lo que fue mi
relación con Delia. Ojalá Camilo llegue a saber algún día algo de lo que yo
amaba a su abuela... que pueda entererarse que el 90% de lo que soy lo construí
con las enseñanzas que ella me propició...:
"PARA QUE SE
ENTIENDA:
Delia estaba por
cumplir 10 años cuando yo nací. He escuchado a mi abuela y a mi madre contar
incansablemente que ella, Delia, me tomó como “su muñeca preferida”. Me
cuidaba, me cambiaba, me peinaba, me alzaba, me jugaba, me daba de comer, me
paseaba, me amacaba…
Delia estuvo
presente en cada acontecimiento de mi vida. En todos y cada uno.
Delia me enseñó a
caminar y a hablar. Me enseñó a leer y también me ingresó en el mundo de la
lectura. Me llevaba a la escuela y me iba a buscar. En mis terrores nocturnos
infantiles Delia todas las noches corría su cama hacia la mía para quedar
cabecera con cabecera y nos dábamos la mano por debajo de las almohadas. Sólo
así yo podía dormirme. Durante años. Más tarde supe que ella lo hacía para que
yo no volviera a dormir a la habitación de mis viejos. Era tan joven y ya sabía
lo que era mejor para mí. Y se jugaba por eso. Porque mi vieja decía, “pasamos
la cama de “la Stellita” al cuarto nuestro de nuevo y listo, así vos podés
dormir tranquila” Y ella contestaba, “yo duermo tranquila con la mano de “la
Stella” entre la mía”. Así ayudaba, "me" ayudaba, a que mi madre me
"soltara", a que yo "creciera".
Me hizo conocer
en forma muy temprana a Los Beatles, a Serrat y a Miguel Hernández. Tuve
primera noción de la dimensión del dolor cuando se vino a vivir a Buenos Aires.
Yo tenía 9 años y me enfermé de tanto llorar. Y volví a la habitación de mis
padres. No podía dormir sola. No podía con tanta soledad. También, luego, fue
la dimensión de la alegría cada vez que iba a San Rafael a pasar las Fiestas y
me traía con ella de vacaciones a su casa. Me encantaba venir a visitarla. En
alguna de esas vacaciones me convenció de que la habitación de los padres es de
los padres. Y que los miedos se vencen enfrentándolos…
Delia fue quien
me enseñó eso de “hacerme mujercita”, como se decía en aquel entonces.
Me resultó
siempre imposible no llorar cuando nos despedíamos. Si era ella la que se iba
yo quedaba en el andén llorando y ella desde la ventanilla me sonreía
acercándome consuelo mientras repetía abriendo grande su boca (para que yo
pudiera leerle los labios): “NO LLORES. NO LLORES”. Y cuando era yo la que me
volvía a casa, la situación se repetía “en viceversa”, yo arriba del micro y
ella en el andén, con la mano en alto y su boca, sonriendo, moviéndose enorme:
“NO LLORES. NO LLORES”. Ni sus promesas de escribirme cada semana (que cumplía
puntualmente) me acercaba ese consuelo cuando me despedía de ella.
Con Delia conocí
el mar.
Fue ella,
también, la que me dio la noticia de la temprana muerte de mi padre. “¿Él está
bien?”, pregunté yo desde mi negación de adolescente. Y ella, tomando mi cara
entre sus manos y mirándome profundamente como sólo ella sabía hacerlo me
contestó: “Sí. Él está bien… Él ya está bien.” Y me abrazó llorando. Esa fue la
forma… Esa fue la frase… todavía puedo escucharla. Tenía una enorme capacidad
de sintetizar en una sola frase un mundo entero. Eso siempre me
maravilló.
Cuando Delia cursaba su primer embarazo tuve sus síntomas.
Yo tenía 15 años y a la distancia sentía náuseas, mareos, me paraba con la
panza para adelante y la mano sobre el vientre. No sé si eso es bueno o malo.
Pero me pasaba. Nos reíamos mucho o, más bien, muchos se reían de mí. Ella me
abrazaba y me llenaba de besos.
Delia me trajo a vivir a Buenos Aires.
Con ella y su primera hija bajamos del tren en Retiro, mi
madre y yo, cuando decidió ir a buscarnos para venir a vivir en su casa. Eran
tiempos negros. Los temibles días de la dictadura. Valiente como siempre
arriesgó su vida para protegernos a nosotras que nos habíamos quedado demasiado
solitas en la tierra familiar. El 9 de agosto de 1976 , con una inconsciente
sensación de exilio, pisábamos el gris anden de la mítica Estación Retiro.
Llovía. Y en mi recuerdo llovió incesantemente durante los dos primeros años.
Es imposible que eso haya sido así, pero así lo recuerdo.
Delia me cuidó de los milicos.
Mis dieciséis mendocinos años llegaron a Buenos Aires sin
entender nada lo que estaba pasando. Y con miedo y en voz baja fue ella quien
me develó qué eran la injusticia social, la solidaridad, la generosidad, la
justicia, la política, la militancia, los derechos humanos. Su grito era mi
grito, su escondite mi escondite, su pasión la mía, sus amigos mis amigos. Sus
compañeros desaparecidos fueron, son, mis desaparecidos.
Delia me presentó a las Madres de la Plaza.
Yo hablé durante años por boca de mi hermana. No emitía
opinión sin antes corroborar con ella si no estaba equivocada… Durante algún
tiempo tuve que trabajar intensamente para separar mi voz de la suya. Y cuando
finalmente pude adueñarme de palabras y afianzarme en opiniones, hacer un
camino propio, aprender a soportarme, volví a acordar con sus dichos, sus
ideas, sus principios. Ya éramos maduras.
Delia me enseño a crecer.
Me costó mucho entender qué joven era mi hermana cuando yo
la veía tan grande, grande, grande. Qué joven era cada vez que nació cada una
de sus hijas… (con las otras dos también tuve síntomas). Yo la veía tan
madraza, tan experimentada. Allí estaba yo mirándola cambiar pañales, dando la
teta, haciendo papillas, consolando celos, bajando fiebres, y ayudando a
crecer. Para mí Delia siempre supo todo. Y podía ponerlo en palabras sabias con
tanta facilidad, con tanta síntesis… palabras que abrazaban, consolaban,
calmaban, aclaraban, ordenaban.
Delia me ayudó a decidir tener a mi hijo.
Y también estuvo allí el 12 de julio de 1989 cuando
comenzaron mis primeras contracciones. Y allí estaba tocándome la frente cuando
me llevaban para la sala de parto y en la habitación cuando me trajeron a
Lautaro. Fue ella quien me dijo: “ponelo en la teta, Stella”.
Delia se empeñó en ayudarme a consolar dolores.
Allí estuvo sosteniéndome y secando mis lágrimas cuando
sucedió lo de Tobías, mi segundo hijo.
Por suerte también hemos peleado… Hemos desacordado,
discutido, nos hemos distanciado. Y siempre nos hemos reencontrado. A veces me
sublevaban sus intransigencias. Porque, claro, yo me montaba en las mías. Y
después sucedía el abrazo.
Fue Delia, obvio, quien me dijo en un hilo de voz: “la mami
falleció, Stellita”. Eso fue hace cuatro años. Y "la Stellita" bajó
del taxi y nos fundimos en uno de esos abrazos en los que no se sabía dónde
empezaba una y dónde terminaba la otra. Cuando nos miramos éramos otras. Éramos
huérfanas... Pero nos teníamos mutuamente.
A partir de ese momento muchas veces sentí que yo era “la
mayor”. La más grande. En edad, digo. Más grande que Delia es difícil que
alguien sea… Pero digo: ella estaba frágil desde hace algún tiempo y yo quería,
necesitaba, cuidarla. No sé si lo logré… Pero sé que lo intenté. Hablábamos
todos los días. Todos. “Fundamos” una cofradía con tres amigas y adquirimos el
compromiso de escribirnos al menos una vez por día. Todos los días. Será muy
difícil, (difícil por decir algo; será devastador), soportar no volver a tener
el privilegio y la emoción de recibir sus palabras cada día.
Una dulce sensación, frente a este océano de tristeza,
desazón y dolor, es percibir que no nos quedaron cuentas pendientes. Nos hemos
dicho todo… o por lo menos todo lo que tuvimos ganas de decirnos. Nos hemos
abrazado mucho. Hemos discutido. Hemos charlado. Nos hemos dicho “te quiero”
infinidad de veces. Y aseguro que no hacía falta. Nuestro amor era palpable.
Pero lo decíamos igual.
Sí nos quedó mucho por hacer: infinidad de cafés, demasiados
mates, charlas a raudales, idas al cine, al teatro, salidas con Camilo, salir
de compras, ir juntas a un spa, hacer un viaje, incontables chismes, excesivas
risas… Envejecer juntas, como solíamos prometernos.
Voy a extrañarla hasta lo inimaginable. Hasta en mi último
aliento… Ya la extraño. Hace días que la extraño. Que la necesito. Como
aquellas noches que corría su cama para darme su mano por debajo de la
almohada…
Me consuela un poco, pero sólo un poco, saber que ella no
sufrirá este dolor que estoy sufriendo, que no será atravesada por este agujero
feroz que me deja sin pensamiento, que no quedará ausente de tanta ausencia…
“Vos tenés el deber de morir después que yo”, me dijo alguna vez hablando de la
muerte, “porque soy la mayor, y porque no soportaría tanta pena, no vine
preparada para eso”. Ella… que parecía preparada para todo. Lo que no sabía, y
se fue sin saberlo, es que yo tampoco. Yo tampoco soporto esta pena. Yo no soy
fuerte… nunca lo he sido. Era fuerte porque la tenía a Delia. Ahora que no está
sólo un suspiro puede derribarme… Y no tengo su palabra para que me diga cómo
evitar ese suspiro…
Delia murió el 13 de agosto de 2012. Murió. ¿Murió? ¡¿Cómo
es posible?!
En fin… que estoy deshecha. En el sentido más literal y
exacto de la palabra. Des-hecha. Deberé empezar a rehacerme sin Delia. Sin su
enorme asistencia. Sin su omnipresencia. ¿Cómo se hace? ¿Por dónde se empieza?
No sé… no sé cómo será la vida sin Delia.
Stella
(Con real, profundo, extremo, irreversible, dolor en el
alma)
Agosto 15, 2012."
Ojalá que desde
ese lugar que hoy ocupa permanente en mi corazón, me enseñe, algún día, también
a ser una abuela que se acerque a esa dimensionalmente extrema que fue ella.