El 25 de junio de 1978 mi sobrina Marina, la primer hija de
mi hermana, cumplía 3 años. Era domingo y hacía mucho frío. Nos juntamos en
casa de Delia a festejar el cumple de la pequeña y, obvio, a mirar la final del
Mundial de Fútbol.
Aquel Mundial… Aquel Mundial…
Todos los que estábamos ahí lo criticábamos pero también
todos gritamos los goles argentinos. Y también todos salimos a la 9 de julio,
con distintas sensaciones, a festejar. Delia y el que era su marido, el padre
de sus tres hijas, estaban muy conmovidos con la multitud. Se miraban
extrañados y cómplices. Cuando fuimos acercándonos al Obelisco mi sobrinita se
asustó y su papá decidió volverse a la casa con ella. Nos quedamos Delia y yo…
Anduvimos de acá para allá entre emotivas y conmocionadas. En algún momento
Delia se puso a llorar y me pidió que fuéramos volviendo. En el camino de
regreso me dijo: “vi a dos compañeros… están vivos…” La abracé. Nos abrazamos.
Estuvimos largo rato abrazadas en una esquina. Ella lloraba y yo también. Ella
sabía por qué y yo no tanto… Años más tarde me dijo: “aquel día sentí que los
genocidas se habían equivocado… que en su soberbia maléfica nos dejaron salir a
la calle y vernos las caras, volver a vernos las caras y mínimamente saber
quiénes todavía resistíamos”…
Delia… la extraño siempre mucho. A veces más.