viernes, 13 de septiembre de 2013

Una nota para Voz de Vos...

I CHING – El Libro de las Mutaciones
Apuntes para una reflexión

MARÍA DELIA MATUTE
Setiembre, 1996.

Desde hace unos años –ya son unos cuantos- vengo yo aliviando lo cotidiano con la lectura, el estudio, el intento de comprensión o interpretación del I Ching. El I Ching, indudablemente, es una herencia preciosa de esa cultura milenaria que elaboró el alma china.
En ese horizonte estrecho, aunque necesario y valioso, de lo cotidiano, la lectura, las especulaciones que genera el I Ching giran alrededor de un sentimiento humanitario capaz de abarcar la totalidad de la vida.
Un libro que se presume – al menos yo presumo, por lo que he leído- escrito alrededor del año 1000 a.C. no puede ser “publicitado” con frases modernas como “lectura amena”, “lenguaje claro y sencillo”, “divertidas aventuras”... Pero, sin embargo, como escuché decir alguna vez, se puede afirmar que no ha envejecido, que está vivo y ayuda, cuanto menos, a reflexionar con serenidad sobre cualquier tema. Ciertamente no es un libro que se domina en una ojeada. Es, más bien, un amigo silencioso que sabe poner la mano en el hombro, haciéndonos sentirla mientras uno soporta la vida tal cual es: a veces pesada y a veces liviana. Ocurre –y el cómo ya es otra cosa- un intercambio espiritual que decanta en fuerza vivificante.
Digo que se vivifica nuestro espíritu, no que se cambia, no que se transforma en espíritu chino químicamente puro. Mientras lo leemos y releemos, nuestro espíritu seguirá, nos pese o no, siendo occidental; seguiremos viviendo en esta sociedad e inmersos en los problemas que tenemos, tanto los sociales como los personales.
Sobre esto quiero insistir, porque deseo –ojalá lo lograra- explicarme, sin dejar de brindar mi ternura y alabanzas al I Ching. Si el libro ya casi cumple 3.000 años, pertenece lógicamente a un periodo alejado en extremo del desarrollo científico de este tiempo; de este HOY en que nos tomamos de su mano y nos dejamos conmover y conducir. Entonces, creo yo, tenemos que ser claros y los más consecuentes posible; no actuar como si importáramos supersticiones exóticas con la esperanza de obtener de ellas el remedio para nuestras enfermedades occidentales contemporáneas.
Para evitarlo, posiblemente sea imprescindible reconocernos profundamente como occidentales, sentir que formamos parte de esta construcción –con sus males y sus bondades-, como el granito de arena forma parte de la playa, y que al mismo tiempo somos constructores de este modo o sistema occidental. Y aquí sostengo que, al construir, uno aporta o a lo malo o a lo bueno. Cada hombre es su conciencia y sus actos. Y, lógicamente, es desde esa conciencia, desde ese espíritu, que especulará al indagar el I Ching.
No se me escapa que cuanto expreso resulte, al cabo, sólo un montón de vaguedades, inquietudes sin otra importancia –si es que la tienen- que la de transmitirlas e intercambiar opiniones, si alguien se interesara en ello.
Nadie debe, o debiera, abandonar el espíritu de su tiempo, de su cultura, de las concepciones vitales de las que participa y en las que se desarrolla. Acercarse a cualquier concepción humana, ya sea religiosa, artística, social, de cualquier época y/o civilización, no debiera ser, por respeto, un mero y vacío intento de imitación.
Debe haber una forma de considerar y entender y aprovechar ese saber, generosamente legado y resguardado hasta nuestros tempos, sin caer –y he aquí lo que impulsa e interesa- en el estadio del mono, que imita casi al pie de la letra, pero no deja de vivir comomono en cuanto termina la imitación.
Para los eruditos sinólogos (sinólogo: estudioso de la lengua, la cultura y la literatura de China) de Occidente, el I Ching es nada más que “una colección de absurdos ensalmos mágicos”. Eso es, por lo tanto, para todo Occidente y yo caigo en las generales de la ley. Debo aceptar que participo de esa definición dada por la flor de la intelectualidad de la civilización a la que pertenezco. Pero no por eso se me obligará a renunciar al placer de admirar y amar esta obra basada, no en los principios de la ciencia que conocemos y que entonces no existía, sino en otros principios, de otro tiempo y otra civilización.
Para nosotros, la ciencia es una necesidad y, por supuesto, un gran logro. Por razones que yo desconozco y que seguramente otros expliquen, hemos preferido la ciencia a la sabiduría, la utilidad a la belleza (la habilidad de obtener está mejor vista que el arte de ofrecer). No supimos crear un sistema de valor paralelo entre ambas. Anhelamos crear ese sistema en el que podamos, sin renunciar a la ciencia, rescatar la sabiduría, desarrollar a nuestro alrededor el gusto por la belleza (no de objetos, sino de acciones), reducir las necesidades.
El I Ching es sabiduría humana desarrollada en otras condiciones, pero ¡humana al fin! no es casual que nos influya, sino que lo hace justamente por esa causa. Ese conocimiento milenario tal vez nos ayude a lograr cierta equivalencia entre ciencia y sabiduría al servicio de lo humano. Esa sabiduría que alguna vez sacrificamos.
Los años de vida me hacen creer que –el psicólogo suizo, Carl Jung, lo explica muy bien- nada puede ser sacrificado siempre. Todo vuelve bajo una forma cambiada. Cuando lo sacrificado retorna, vuelve con un cuerpo más sano y resistente para soportar una gran transformación.
Deberá ocurrir lo mismo con la sacrificada sabiduría humana.
Que así sea. 

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