I CHING – El Libro de las Mutaciones
Apuntes para una reflexión
MARÍA DELIA MATUTE
Setiembre, 1996.
Desde hace unos años –ya son unos cuantos- vengo yo
aliviando lo cotidiano con la lectura, el estudio, el intento de comprensión o
interpretación del I Ching. El I Ching, indudablemente, es una herencia
preciosa de esa cultura milenaria que elaboró el alma china.
En ese horizonte estrecho, aunque necesario y valioso, de lo
cotidiano, la lectura, las especulaciones que genera el I Ching giran alrededor
de un sentimiento humanitario capaz de abarcar la totalidad de la vida.
Un libro que se presume – al menos yo presumo, por lo que he
leído- escrito alrededor del año 1000 a.C. no puede ser “publicitado” con
frases modernas como “lectura amena”, “lenguaje claro y sencillo”, “divertidas
aventuras”... Pero, sin embargo, como escuché decir alguna vez, se puede
afirmar que no ha envejecido, que está vivo y ayuda, cuanto menos, a
reflexionar con serenidad sobre cualquier tema. Ciertamente no es un libro que
se domina en una ojeada. Es, más bien, un amigo silencioso que sabe poner la
mano en el hombro, haciéndonos sentirla mientras uno soporta la vida tal cual
es: a veces pesada y a veces liviana. Ocurre –y el cómo ya es otra cosa- un
intercambio espiritual que decanta en fuerza vivificante.
Digo que se vivifica nuestro espíritu, no que se cambia, no
que se transforma en espíritu chino químicamente puro. Mientras lo leemos y
releemos, nuestro espíritu seguirá, nos pese o no, siendo occidental;
seguiremos viviendo en esta sociedad e inmersos en los problemas que tenemos,
tanto los sociales como los personales.
Sobre esto quiero insistir, porque deseo –ojalá lo lograra-
explicarme, sin dejar de brindar mi ternura y alabanzas al I Ching. Si el libro
ya casi cumple 3.000 años, pertenece lógicamente a un periodo alejado en
extremo del desarrollo científico de este tiempo; de este HOY en que nos
tomamos de su mano y nos dejamos conmover y conducir. Entonces, creo yo,
tenemos que ser claros y los más consecuentes posible; no actuar como si
importáramos supersticiones exóticas con la esperanza de obtener de ellas el
remedio para nuestras enfermedades occidentales contemporáneas.
Para evitarlo, posiblemente sea imprescindible reconocernos
profundamente como occidentales, sentir que formamos parte de esta construcción
–con sus males y sus bondades-, como el granito de arena forma parte de la
playa, y que al mismo tiempo somos constructores de este modo o sistema
occidental. Y aquí sostengo que, al construir, uno aporta o a lo malo o a lo
bueno. Cada hombre es su conciencia y sus actos. Y, lógicamente, es desde esa
conciencia, desde ese espíritu, que especulará al indagar el I Ching.
No se me escapa que cuanto expreso resulte, al cabo, sólo un
montón de vaguedades, inquietudes sin otra importancia –si es que la tienen-
que la de transmitirlas e intercambiar opiniones, si alguien se interesara en
ello.
Nadie debe, o debiera, abandonar el espíritu de su tiempo,
de su cultura, de las concepciones vitales de las que participa y en las que se
desarrolla. Acercarse a cualquier concepción humana, ya sea religiosa,
artística, social, de cualquier época y/o civilización, no debiera ser, por
respeto, un mero y vacío intento de imitación.
Debe haber una forma de considerar y entender y aprovechar
ese saber, generosamente legado y resguardado hasta nuestros tempos, sin caer
–y he aquí lo que impulsa e interesa- en el estadio del mono, que imita casi al
pie de la letra, pero no deja de vivir comomono en cuanto termina la imitación.
Para los eruditos sinólogos (sinólogo: estudioso de la
lengua, la cultura y la literatura de China) de Occidente, el I Ching es
nada más que “una colección de absurdos ensalmos mágicos”. Eso es, por lo
tanto, para todo Occidente y yo caigo en las generales de la ley. Debo aceptar
que participo de esa definición dada por la flor de la intelectualidad de la
civilización a la que pertenezco. Pero no por eso se me obligará a renunciar al
placer de admirar y amar esta obra basada, no en los principios de la ciencia
que conocemos y que entonces no existía, sino en otros principios, de otro
tiempo y otra civilización.
Para nosotros, la ciencia es una necesidad y, por supuesto,
un gran logro. Por razones que yo desconozco y que seguramente otros expliquen,
hemos preferido la ciencia a la sabiduría, la utilidad a la belleza (la
habilidad de obtener está mejor vista que el arte de ofrecer). No supimos crear
un sistema de valor paralelo entre ambas. Anhelamos crear ese sistema en el que
podamos, sin renunciar a la ciencia, rescatar la sabiduría, desarrollar a
nuestro alrededor el gusto por la belleza (no de objetos, sino de acciones),
reducir las necesidades.
El I Ching es sabiduría humana desarrollada en otras
condiciones, pero ¡humana al fin! no es casual que nos influya, sino que lo
hace justamente por esa causa. Ese conocimiento milenario tal vez nos ayude a
lograr cierta equivalencia entre ciencia y sabiduría al servicio de lo humano.
Esa sabiduría que alguna vez sacrificamos.
Los años de vida me hacen creer que –el psicólogo suizo,
Carl Jung, lo explica muy bien- nada puede ser sacrificado siempre. Todo vuelve
bajo una forma cambiada. Cuando lo sacrificado retorna, vuelve con un cuerpo
más sano y resistente para soportar una gran transformación.
Deberá ocurrir lo mismo con la sacrificada sabiduría humana.
Que así sea.
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